Pequeñas historias, cuentos, anécdotas o relatos para contar a mis nietos. Para: Laura, Elena, Carlos, Irene, Max, Enrique, Javier, Elisa, Fernando y Nicolás.

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23 noviembre 2006

El Conferenciante

Unos familiares le habían recomendado al conferenciante y pensó que podría mostrarle los lugares turísticos y los edificios importantes, los atractivos de la ciudad y la gastronomía de la región.

Como era un hombre culto, acompañó con ilusión y entusiasmo al conferenciante, disfrutando con enseñarle todo lo que a él mismo le atraía. Él y su esposa le invitaron a comer en diferentes restaurantes de la ciudad y de la provincia, asistieron a teatros y exposiciones de todo tipo y, aunque no era su costumbre, hasta salieron de noche a visitar lugares de diversión, retirándose a descansar de madrugada.

Por fin llegó el gran día y le condujeron al Ateneo, ocupando destacados asientos para no perder palabra. El conferenciante y amigo sacó dos cuartillas, se puso las gafas y saludó a la nutrida concurrencia para acometer el tema de su conferencia: “Los dirigentes y su expresión”.


Se quedó asombrado ante las frases vertidas por el conferenciante y miró hacia los lados confundido, pero el auditorio parecía embelesado y nada hostil. Trató de hacer un nuevo esfuerzo y escuchar con mayor atención, pero no llegaba a comprender el significado de sus frases. Desesperado, miraba a su esposa que parecía muy interesada. Desde el estrado fluía sin cesar la verborrea incontenible y enigmática y sentía vergüenza al escuchar aquella jerga sin sentido que, sin embargo, mantenía el interés del auditorio.

Como ausente asistió al atronador aplauso que cerró la intervención del conferenciante, mientras el presidente del Ateneo se fundía en un abrazo con él. Tuvo que hacer un esfuerzo aún mayor para esperarlo con su mujer y darle la calurosa enhorabuena. Y tras recibir el agradecimiento por sus atenciones le acompañaron a la estación, pues aquella misma noche había de trasladarse a otra ciudad.

Por el camino de regreso a casa rehusó comentar con ella aspectos de la conferencia y al echar luego una ojeada al cuarto de invitados para comprobar que no se había olvidado ningún objeto, recogió de una mesa varios periódicos y dos cuartillas, copias sin duda de las que habían servido de guía de la conferencia, que no me resisto a reproducir por si tenéis el humor de analizarlas.



(Del Boletín de Ingeniería Civil - MOPU, junio 82) (Léase en cualquier orden comenzando por los párrafos de la izquierda, seguidos de cualquiera de los de la segunda columna, cualquiera de los de la tercera y finalmente cualquiera de los de la cuarta).

16 noviembre 2006

Mi Amigo Luis

Le conocí en la infancia pues éramos vecinos de la misma casa y seguimos siendo amigos durante el bachillerato, aunque era tres años mayor que yo. Cuando terminé la enseñanza media él ya era Maestro y estaba haciendo la milicia. Muy joven aún se fue a la Argentina, donde ya residía su hermano Emilio y vivían unos tíos. Era la época en la que sin duda encontraría allí trabajo, seguridad y esperanza. Se casó por poderes con una riojana, Carmen, y yo saqué unas oposiciones y me destinaron lejos de mi familia.

Al faltar sus padres y su hermano mayor, Carmelo, Maestro también como ellos, y con el que me unía una gran amistad, perdimos todo contacto. Recorrí diversos destinos a lo largo de mi vida y residiendo en Santander, ya jubilado, asistía diariamente a una piscina con mi mujer para tratar de mantenernos en forma.

Entre las personas que acudían a la misma, a una hora temprana, solíamos charlar con una señora que trabajaba en el hospital Valdecilla. Ya la conocíamos desde hacía varios meses cuando una mañana nos comentó que estaba muy nerviosa porque después de muchos años vendrían su hermana y su cuñado de la Argentina. Estábamos de pie dentro del agua y nos dijo que su cuñado, que también había vivido en Logroño, se llamaba Luis y rápidamente le contesté: “¿Sáinz Beltrán de Heredia?”. Ella se quedó pasmada cuando le dije cómo conocía a toda su familia y la amistad que nos unió años atrás. Y nos despedimos emocionados.

Al día siguiente nos comentó que había telefoneado a sus hermanos y que habían recibido la noticia con un gran alborozo y esperaban ansiosos que pudiéramos darnos un abrazo.

El reencuentro fue muy emocionante y charlamos durante largo tiempo de nuestros padres y hermanos y luego de nuestros hijos y nietos. Él tenía setenta años y yo sesenta y siete. Y como ellos tenían muchos compromisos familiares y viajes por hacer, nos despedimos intercambiando nuestras direcciones.

Al año siguiente, por Navidad, les escribí una carta afectuosa con la intención de mantener una relación epistolar, pero a casi nadie le gusta ya escribir cartas ni adquirir nuevos compromisos y otra vez nos distanciamos. Ya no íbamos a la piscina así que tampoco nos veíamos con su cuñada. Y me queda una nostalgia y un sabor amargo cuando siento la triste situación por la que atraviesa aquel país hermano y veo un mapa y me detengo en la República Argentina, en una población con un nombre entrañable: Carcarañá.

15 noviembre 2006

La Residencia

Como por las tardes había poco que hacer, se reunían varios residentes y formaban animada tertulia en la que eran habituales las discusiones al no ponerse totalmente de acuerdo sobre diversas materias que la mayoría creía dominar. Habían tenido distintas profesiones y variados trabajos, pero siempre surgían asuntos en los que ninguno de ellos era un experto reconocido por los demás.

- “Me temo, Sr. Eusebio, que ya le fallan a usted las potencias del alma”, decía Don Donato, antiguo secretario de ayuntamiento en un pueblo de la zona.

- “Si lo dice usted porque ya no creo en la fe, ni en la esperanza, ni en la caridad, tiene toda la razón”, le respondía el Sr. Eusebio, encargado que fue de un almacén de vinos.

- “Esas son las virtudes morales”, señalaba Don Liberto, que en su vida laboral había regentado un negocio de muebles.

- “No sean ustedes cazurros”, aclaraba Don Donato. “Yo me refería a la memoria, el entendimiento y la voluntad”.

- “¡Correcto!”, asentía el Sr. Lorenzo, que fue empleado de Correos. “Que el Sr. Eusebio enumeraba las virtudes teologales”.

- “Tiene usted toda la razón, Sr. Lorenzo”, convenía Don Apolinar, que había sido procurador.

- “¿Entonces cuáles son las virtudes morales?”, inquiría Don Liberto.

- “Pues la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza”, sentenciaba el Sr. Casiano que, por haber sido sacristán y a pesar de su avanzada edad, recordaba las enseñanzas del Catecismo.



- “Para mí lo más fácil son los sentidos corporales”, añadía Don Eugenio, maestro octogenario.

- “Y cuáles son esos?”, indagaba el antiguo vinatero.

- “Pues ver, oír, oler, gustar y tocar, Sr. Eusebio”, decía Don Eugenio.

- “Eso es pan comido”, comentaba el Sr. Casiano. “Pero si nos metemos en profundidades se armarán ustedes un lío, pues el entendimiento, que según Don Donato es una potencia del alma, también es un don del Espíritu Santo”.

- “¡Toma ya!”, agregaba Don Apolinar, “Pues la fe, a la que se refería el Sr. Lorenzo como una de las virtudes teologales, es también uno de los frutos del Espíritu Santo”.

- “Sí, señor, es cierto”, admitía el Sr. Casiano. “Y la fortaleza, que yo mismo les indicaba como una de las virtudes morales, es también un don del Espíritu Santo, pero esa es otra historia y me falla la memoria”.

- “Tiene usted razón, Sr. Casiano”, convenía Don Eugenio, “que si tuviéramos que recitar aquí los dones y los frutos del Espíritu Santo a más de uno nos saldrían los colores”.

- “Entonces acabemos la cuestión”, razonaba el Sr. Eusebio, “que estas cosas santas es más fácil practicarlas a nuestra edad que recitarlas, si es que alguna vez se han sabido. Y es que las cosas no tienen más que un cauce normal y un resultado justo y equitativo y fuera de eso...”

- “¡Claro, claro!”, concluía Don Donato, “que todo eso ocupa demasiado sitio en el cerebro y se nos está haciendo la hora de cenar”.

09 noviembre 2006

El Centro de Salud

Visitaba en Madrid lo que con el tiempo ha dado en llamarse un Centro de Salud, pues de las comidas escasas y sin fundamento le habían salido unos forúnculos en la zona del pescuezo que no le dejaban mover el cuello.

Como no era un visitante habitual, confundió una de las puertas y bajó por una escalinata que, aunque también daba a la calle, no era al parecer utilizada por el público en general o, por mejor decir, por los pacientes ambulatorios, cuando oyó clamar: “¡Doctor, doctor!”.



Como no bajaba nadie delante de él dedujo que la llamada iba dirigida a alguien que bajaba detrás, pero entre lo que le costaba volver el cuello y el temor a rompérselo si se caía, y en la seguridad de que él no era médico decidió no volverse, hasta que de nuevo los apremiantes y lastimeros “¡Doctor, doctor!” le convencieron de que por extraño que pareciera iban dedicados a su persona. No tuvo necesidad de volverse pues quien dirigía las exclamaciones se plantó de un admirable salto ante él y le detuvo con una sonrisa diciendo: “Perdóneme, doctor, que me permita interrumpirle sabiendo lo ocupado que está usted, pero tenía que entregarle estos folletos”.

La cosa estaba clara. Un representante de laboratorio, despistado, le había confundido y ni tenía tiempo de advertirle de su error ni quería abochornarle, temeroso además de que un doctor verdadero pudiera descender por la escalera y se suscitara una situación difícil de explicar, por lo que lo más rápidamente que pudo, y sin abandonar una sonrisa glacial, recogió la abultada literatura, le dio las gracias, terminó de bajar las interminables escaleras, salió al fin a la calle y depositó los folletos en la primera papelera que encontró a su paso.

08 noviembre 2006

La Máquina de la Mentira

Le conoció en el hospital donde trabajaba como Psiquiatra. Era un enfermo dócil y disciplinado. Hasta podría decirse que causaba extrañeza que estuviera allí, pues además de Matemático y Físico era un conversador notable y escuchaba con atención. Sólo que estaba convencido de haber inventado la máquina de la mentira, por cuyo motivo legiones de enemigos querían destruirle. Dueño de una capacidad de persuasión poco común, al fin un día le refirió en qué consistía su invento que, por otra parte, estaba aún en fase de experimentación.

Al contrario de la conocida máquina de la verdad que solamente detecta si el sujeto dice o no la verdad al contestar a un cuestionario, su invento era mucho más preciso y mostraba en una pantalla lo que realmente estaba pensando el individuo, con independencia de lo que dijera, sin que se diera cuenta además, ya que no estaba unido a la máquina por ningún tipo de cable o conexión visible.

Y le exponía diversos ejemplos para demostrar su enorme utilidad. Desde el ama de casa que oyera decir a un comerciante “el artículo es de calidad”, al propietario de un negocio de venta de coches usados que afirmara “el coche ha sido revisado y está como nuevo”, a las opiniones de los asistentes a una boda que dijeran “la madrina iba elegantísima”, hasta un político local que hablara de “los logros conseguidos durante nuestro mandato”.

Al parecer, pulsando la máquina, podría leerse: “El artículo es una porquería”, en el caso del ama de casa, o: “El coche tiene trescientos mil kilómetros”, en el del vendedor de coches, o: “La madrina estaba hecha un adefesio”, en el de los asistentes a una boda, o finalmente: “Hay que reconocer que se habían propiciado gran cantidad de chapuzas”, en el del político local.

Nada había que objetar a su increíble invento si no era que había abandonado todas sus ocupaciones para tratar de perfeccionarlo y hacerlo más pequeño y portátil.

Después de oír sus explicaciones, el Médico le ponderó su asombroso trabajo, pero quedó desconcertado y aturdido cuando el enfermo pulsó en el prototipo y le mostró la pantalla en la que se leía: “¡Este tío está como una cabra!”.

07 noviembre 2006

El Enviado

Hay en la ciudad un personaje muy peculiar que va por la calle saludando a todo el mundo. Hace mucho que le conozco y siempre me ha tratado con mucha atención, quizás porque le escucho y sigo su charla sin importunarle. Ahora recuerdo nuestro último encuentro. Me bajaba yo de un autobús urbano y al poner un pie en el suelo mi personaje me paró, muy ceremonioso. En otras ocasiones se había dirigido a mí con títulos importantes que estoy muy lejos de poseer, pero esta vez me llamó “Señor Enviado” y la conversación se desarrolló más o menos así:

- “Señor Enviado, ¿Cuándo ha llegado usted?”, me dijo.

- “Acabo de llegar en este instante”, contesté señalando el autobús urbano.

- “¿Va a quedarse mucho tiempo entre nosotros?”, preguntó con interés.

- “Solamente dos días”, respondí escuetamente.

- “¿Sacará usted tiempo para que podamos tomar un café juntos?”, añadió.

- “Lo haré con mucho gusto”, le dije sonriendo.

Varias personas que estaban en la parada del autobús asistieron a nuestra conversación y no disimulaban su interés.

- “Estará usted enterado del nombramiento de un nuevo Papa”, me dijo de repente.

- “Algo he oído sobre ese asunto”, le contesté.

Las personas de la parada, estupefactas, no daban crédito a sus oídos y me miraban con encono, pues ya conocían a mi interlocutor.

- “Se llama Juan Salaverri”, añadió refiriéndose al nuevo Papa.

- “Gracias por informarme. Y ahora le ruego me dispense”, contesté, temiendo que el auditorio se enojara.

-”Quedo a su disposición, Señor Enviado, y no olvide llamarme”, me dijo, mientras me daba un apretón de manos.

”Ha sido un placer saludarle”, le respondí y eché a andar en dirección opuesta a la de él.

La llegada del siguiente autobús me impidió contemplar los rostros airados de aquellas personas.


Este relato ha participado en la 2ª edición del concurso de relatos cortos de TMB organizado por Transports Metropolitans de Barcelona. Si queréis saber más, clicar los enlaces!

En la Galería de Relatos, indicando el pseudónimo "sotaler", accederéis al relato en cuestión!
Entrada reeditada el 26/04/2008

05 noviembre 2006

La Gabardina

Acababa de comprarme un hermoso “tres cuartos”, dotado de hombreras y cinturón, que me daba un aire de hombre de acción y me prometía un invierno preparado para afrontar cualquier inclemencia atmosférica. Pero ni mi mujer ni yo habíamos advertido en su color kaki relación alguna con una prenda militar, sin duda por las luces engañosas de la tienda.

Vivíamos en Plasencia y todos los días a media tarde bajábamos una cuesta para llegar a la plaza, animada de bares y comercios. Justo al terminar la misma y en el momento de torcer para desembocar en la parte llana nos tropezábamos con docenas de reclutas que volvían del paseo, cuesta arriba, en dirección a los cuarteles, y todos me iban saludando militarmente al cruzarse con nosotros. Yo les contestaba con un gesto cortés y mi mujer, que obviamente no había hecho la Mili, me recriminaba porque no lo hacía a la manera militar, correspondiendo a sus marciales saludos, y siempre tenía que decirle que no podía,
ya que no llevaba gorra.

Decidí al fin prescindir de las hombreras, y la prenda perdió su prestancia, aunque evitó así los saludos generalizados, que quedaron reducidos a quienes recién doblada la esquina se tropezaban conmigo, sin tener tiempo de poder analizar mi posible jerarquía.

Entrada reeditada el: 26/04/2009

04 noviembre 2006

Capitanía

Estando de vacaciones en Algeciras durante un mes de verano y siendo ya entrado en años, me disponía una mañana a visitar algunos comercios próximos al puerto con la intención de comprar un aparato de radio.

Mi atuendo se reducía a un pantalón y una camisa de manga corta. Caminaba despacio, para no acalorarme, por la acera de enfrente al Gobierno Militar, pues aunque daba el sol no me apetecía pasar rozando las dependencias militares en donde solía haber varios soldados de guardia.

Al pasar frente a la puerta principal me quedé estupefacto al mirar de soslayo a los dos soldados que me presentaron armas, a lo que contesté con una ligera inclinación de cabeza. Pero al llegar a la altura de la esquina, el soldado de guardia en aquel punto repitió el saludo de la misma guisa y yo de nuevo incliné levemente la cabeza sin perder la compostura, alejándome sin entrar en ninguna de las tiendas porque el haberlo hecho no habría sido coherente con la categoría militar del personaje con el que sin duda me habían confundido.

Publicado en “A Contrarreloj II”, libro recopilatorio que agrupa los relatos seleccionados del II Premio Nacional de Microrrelatos de Editorial Hipálage.

El Bonsái

Cuando mi abuelo dejó de trabajar su amigo Benigno le regaló un bonsái.
Creo que era un granado diminuto que tenía en la terraza y que cuidaba nada más levantarse. Primero recogía agua filtrada y pulverizaba con ella las hojas para refrescarlo y luego lo metía en un cacharro con agua para que tomara la necesaria.

Disfrutó mucho cuando aparecieron las primeras flores y todos los días contaba los brotes nuevos. Ya tiene tres, ya tiene cinco, solía decir.

Mis tías le regalaron otros dos bonsáis muy bonitos, estos de interior, que no debía ponerlos en la terraza junto al granado.

Comenzó a leer libros que hablaban de bonsáis y compró un frasco de abono líquido para alimentarlos, mezclándolo con el agua del riego, y empezó a anotar en el calendario los días que tocaba añadirles el abono, y tuvo que poner una etiqueta en la botella en la que hacía la mezcla para que no se equivocara alguien y la confundiera con agua para beber.

Un día observó que a uno de ellos se le ponían las hojas lacias y se dio cuenta de que tenía falta de riego, pero si le ponía demasiada agua podían pudrirse las raíces, que eran muy delicadas.

Otro día vio con horror que su querido granado tenía unos insectos minúsculos que volaban y consultó sus libros y supo que estaba siendo atacado por la mosca blanca y se fue con urgencia a comprar un insecticida, pero se quedó decepcionado al leer las instrucciones que advertían que la mosca blanca era muy difícil de eliminar y se enteró más tarde de que si ponía una maceta con margaritas junto al bonsái enfermo el aroma de aquéllas, insoportable para las mosquitas, podía hacerlas huir.

Mi abuelo salió rápidamente a comprar un tiesto con margaritas y le costó mucho encontrarlo porque la gente no suele regalar margaritas que cualquiera puede coger en los prados y en los parques.

Puso la maceta junto al granado y era un tiesto más que tenía que regar todos los días y estaba muy preocupado porque no consiguió que desaparecieran las mosquitas y al regar los bonsáis tenía que tener mucho cuidado en separar los que no estaban infectados.

No sé dónde oyó que lo más eficaz para acabar con la mosca blanca era la mariquita, que se comía todos los bichitos sin causar daño al bonsái.

Mi abuelo ya no leía los periódicos porque no tenía tiempo y nada más levantarse se dedicaba a salir al campo para tratar de encontrar algunas mariquitas, pero como su vista ya no era buena no podía conseguirlo y nos encargaba a nosotras que se las buscáramos, pero se nos olvidaba casi siempre y cuando nos acordábamos no veíamos ninguna.

Él fue dejando sus paseos y se adentraba en la hierba de los parques cabizbajo y algunas veces le llamaban la atención los guardas que no entendían sus explicaciones y creían que estaba un poco loco.

03 noviembre 2006

La Niña que no sabía leer

Había una niña que no sabía leer. Un día se dio cuenta de que la ciudad estaba llena de letreros e indicaciones que lo decían todo, pero ella no los entendía y se ponía muy triste.

Los letreros de las tiendas no le preocupaban porque, aunque ella no los comprendía, los escaparates mostraban las cosas que se vendían en ellos. Y había cosas evidentes como las farmacias, pues hasta de lejos se sabía lo que eran. Pero en todos los portales de las casas había letreros que seguramente dirían que allí había una modista o un abogado. Creía que tampoco era importante, pues como era muy pequeña no necesitaba de ninguno de ellos. Pero le inquietaba no saber los nombres de las calles ni poder entender las palabras escritas, pues las letras le bailaban en los ojos y la hacían sufrir.

Decidió estar más atenta en la escuela y aunque le costaba un gran esfuerzo, haría todo lo posible por entender cómo las letras al juntarse significaban tantas cosas diferentes. Y empezó a conocer primero las vocales: a, e, i, o, u, y luego las consonantes, y ya cuando supo qué era una m o una p o una r y cómo sonaban se abrió ante ella un mundo diferente. Y cantaba feliz “la m con la a, ma; la p con la a, pa; la s con la a, sa. Y cuando salía de la escuela reconocía las letras por todas partes y se sentía contenta porque ya sabía juntarlas y comprender qué decían.

Disfrutaba mucho leyendo los letreros. Pa-na-de-ría, Con-fi-te-ría, Po-li-cía. Y los avisos: Ca-lle cor-ta-da. Era delicioso y divertido leerlo todo, aunque tenía que preguntar a su mamá qué querían decir cosas como “Tejidos y novedades” o “Asesoría Fiscal” o “Sindicato de Banca”, pero esas eran cosas que requerían seguir estudiando. Ella se conformaría con entender las cosas de los niños.

02 noviembre 2006

La Ciudad de las Calles Curiosas

El viejecito de la barba sonrió y dijo que él había nacido en un pueblo de calles muy curiosas. Una sobrina suya vivía en la calle “Pajarito Volandero” y su cuñada en la calle “Pirulí de La Habana”. Su calle se llamaba “Soldadito de Plomo” y una hermana de su tía vivía en la calle “¡Arre, Borriquito!”. Pero había muchos otros nombres que él recordaba, como el de la calle “Tararí, Que Te Ví” o la llamada “Manteca Colorá”.

El Ayuntamiento había decidido dar a las calles nombres graciosos, pensando en los niños que así ponían mucho interés en aprender a leer, pues se divertían viendo los rótulos y los maestros organizaban excursiones con grupos de niños para recorrer el pueblo leyéndolos.

El viejecito tosió un par de veces y continuó diciendo que un amigo de su padre vivía en la calle “Lorito Real” y su abuela en la llamada “Abracadabra”. Pero tenía muchos amigos que vivían en otras calles curiosas, como “Puré de Patata”, “Duérmete, Mi Niño” o “Cuesta Resbalosa”. Y había muchas referidas a animales, como “Corderito Blanco” o “Gatito de Angora” o simplemente “Guau Guau”, aunque los vecinos de esta calle protestaron porque parecían tontos y pidieron que su calle tuviera un nombre más serio y que se llamara “Perrito Ladrador”.