Pequeñas historias, cuentos, anécdotas o relatos para contar a mis nietos. Para: Laura, Elena, Carlos, Irene, Max, Enrique, Javier, Elisa, Fernando y Nicolás.

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23 diciembre 2006

La Espinita

Lo tenía en casa desde siempre. Creo que el original se había malogrado y éste procedía de un esqueje de los de mi madre. Durante años lo veía como secarse en invierno y volver a florecer en primavera.

Espina del Señor


Resultaba vistoso, con sus hojas de un verde intenso y las florecillas rojas, y me parecía un milagro repetido que los tallos espinosos, retorcidos y secos se cubrieran de hojas y de flores. Siempre estaba ahí en la terraza y no supe nunca si se llamaba realmente “la espina del Señor” o lo había bautizado mi mujer por su apariencia, sin relación alguna con la botánica. No me gustaban los cactus ni las plantas espinosas pero requerían pocos cuidados, eso era verdad. Alguna vez leí que era una planta muy venenosa y desde entonces mi mujer la pasaba a casa de una vecina cuando venían mis nietos y la recuperaba después.

Una noche, cerrando la cristalera de la terraza me pinché sin querer. Miré con atención mi dedo índice en el que se había alojado una espinita. Tuve suerte porque la mayoría de las espinas eran aterradoras pero ésta no se dejaba ver. Dedo maltrechoUna manchita negra bajo la piel y un dolor intenso me hicieron reaccionar con prontitud y buscar una lupa, desinfectante y una pinza, pero no tenía suficiente luz y no fui capaz de extraerla. Esperaría a que al día siguiente nos visitara una de mis hijas que era Enfermera y trabajaba en un servicio de urgencias. Me haría una pequeña incisión y me la quitaría. No merecía la pena quejarme por una cosa tan simple, pero mi hija me explicó que resultaba imposible sin disponer de una lupa potente y una luz intensa, que es como se curan las pequeñas astillas en dedos. Me aplicó sin embargo una pomada antibiótica.

A los dos días mi dedo seguía sensible a cualquier tacto y tenía una pequeña mancha circular.Euphorbia miliiNo tendría más remedio que decírselo a mi hija pero esperaría a que se pasara por casa para comentárselo. Era de noche y comencé a pensar en la dichosa planta. Ignoraba cómo sería de activo el veneno y si una ínfima cantidad sería suficiente para producir un daño letal. Recordaba un hecho acaecido muchos años atrás en el que la señora de Escribano, amiga de unos cuñados míos, falleció de manera inesperada y únicamente le encontraron una mancha diminuta en uno de sus dedos, junto a la uña. Sentía palpitaciones en el dedo índice y muy confuso acabé por dormirme. Soñé con plantas selváticas y con el curare con el queEspinita... los indios del Orinoco y la Amazonia impregnaban sus armas de caza y me desperté sudoroso y jadeante. Pero una buena ducha me devolvió a mi estado normal. Recordé que el curare ni siquiera es un veneno por no contener toxina alguna sino que es simplemente paralizador del sistema motor. Contemplé mi dedo dolorido y pensé que llamaría a mi hija. Total, una espinita infectada y nada más.

15 diciembre 2006

El Destacamento

El Teniente Angulo recibió con alborozo la noticia de que había sido destinado con su sección a constituir un destacamento en la islita Alegranza, al norte de la isla de Lanzarote , con aprovisionamiento trimestral en la isla Graciosa.

Aunque estas situaciones suelen ser provisionales, regresando al cabo de algún tiempo a la unidad de procedencia, en este caso su Compañía, la orden por la que la autoridad militar daba cuenta de la decisión de establecer el destacamento por razones estratégicas no

determinaba el tiempo de duración ni la posible rotación del personal militar adscrito a la sección, por lo que el Teniente Angulo se constituyó “sine die” en la suprema autoridad en aquel punto geográfico. Amante de la naturaleza, destacado nadador y submarinista y profesionalmente adiestrado para superar situaciones extremas, contagió a sus hombres su entusiasmo y procedió de inmediato a montar el campamento y establecer las guardias. Redujo la disciplina a la estrictamente inevitable y prescindió del uniforme por razones de comodidad y de ahorro de lavandería.

Los soldados a su mando aprendieron a orientarse y a pescar para comer, a buscar frutos silvestres y a cazar lagartos y conejos sin hacer uso de la munición. Hicieron cientos de pruebas de supervivencia y hasta lograron perforar un pozo para obtener agua potable y no depender del exterior para llenar la cisterna.


Habían pasado ocho meses sin ninguna comunicación con la superioridad cuando, con motivo de un cambio en la Región Militar, el nuevo Capitán General de la misma, tras estudiar la situación de los diferentes acuartelamientos, tropezó casi por azar con el Destacamento de Alegranza y se quedó admirado por el exiguo gasto que
representaba para el Ejército al resultar prácticamente autosuficiente. Dejó los papeles en manos de sus ayudantes y ordenó la visita a aquel destacamento para el día siguiente, lo que suponía un comportamiento atípico ya que los mandos que le precedieron visitaron primero los cuarteles importantes con mucha tropa y se olvidaron de los poco relevantes y aislados.

No dio tiempo, pues, a advertir de algún modo de la importante visita y en el destacamento, por haber disfrutado de una abundante comida a base de marisco, se había relajado la guardia. Cuando el ruido creciente de la lancha rápida indicó que sin duda se dirigía allí, el Teniente Angulo sólo tuvo tiempo de coger sus dos estrellas y pinchárselas en el pecho, presentándose ante el impecable militar superior saludando con un “¡A la orden de vuecencia, mi General!”. Éste devolvió el saludo militarmente, le estrechó después la mano y dio por terminada la visita. El Teniente Angulo siguió aún en posición de firmes mientras divisaba el alejamiento de la lancha y dos hilillos de sangre se deslizaban por su bruñido pecho.

Al día siguiente una nueva lancha rápida atracó en el muelle improvisado. Un Capitán Médico y dos sanitarios esperaron a que el Teniente Angulo se vistiera y diera temporalmente el mando al Sargento Pozuelo para trasladarlo a Lanzarote e iniciar una obligada cura de reposo.

06 diciembre 2006

Un viaje de negocios

Salieron de Walldorf para tomar un par de horas después en Frankfurt un vuelode Luftansa rumbo a Chicago, donde debían hacer escala para enlazar con otro que les llevaría a Springdale, Arkansas. Ambos habían visitado los Estados Unidos en repetidas ocasiones y uno de ellos había estudiado y residido allí durante varios años, pero ninguno de los dos conocía aquella parte. Como era un vuelo largo, y a pesar de los recientes recortes de su empresa en materia de gastos de personal, viajarían en clase preferente. El viaje, de una semana de duración, consistía como tantas otras veces en entrevistas con clientes de aquella zona que habían adquirido un determinado producto informático de su empresa. Escuchar sus explicaciones, resolver sus dudas, tomar nota de sus sugerencias, orientarles técnicamente de posibles ampliaciones y hacer en suma que el producto adquirido funcionara respondiendo a sus necesidades actuales y futuras.
Llegados a Chicago y tras unas horas de espera tomaron un avión ligero hasta el punto de destino. Les sorprendió desde el aire la gran extensión verde de una población que parecía no comenzar en un punto concreto y no terminar en ninguna parte. Esta vez los clientes eran propietarios de granjas avícolas que empleaban a miles de personas y que producían huevos, pollos, muslos, alitas, pechugas y sopas con destino a los mercados de todo el país.

A pesar de las enormes superficies que ocupaban las instalaciones por todas partes, todas las reuniones se celebraron en salas reducidas sin ventanas al exterior y cuando se trasladaron a los locales destinados a oficinas para resolver las dudas de los empleados, éstas estaban ubicadas en lugares incómodos, carentes de espacio, con carpetas y listados amontonados y asimismo sin una sola ventana.

Fue por lo tanto una semana muy dura que les produjo un enorme cansancio. Pero eran jóvenes y estaban preparados para cualquier incidencia, salvo que cuando el microbús del hotel les dejó en el aeropuerto North West Arkansas las condiciones atmosféricas habían empeorado notablemente y se habían prohibido los vuelos a Chicago. La compañía American Airways les recomendó como mejor opción un vuelo a Dallas, Texas, desde donde podrían volar a Chicago al día siguiente, pues habían perdido ya la conexión con su programado vuelo de Luftansa.Ya en Dallas y tras largas discusiones en el mostrador de la American Airways les facilitaron un hotel para pasar la noche y vales para las comidas, pero en el hotel no admitieron los vales ni pudieron hacer uso de sus tarjetas de crédito por lo que agotados y hambrientos, con un par de zumos de frutas que adquirieron con las monedas que les quedaban, afrontaron al día siguiente el viaje desde Dallas a Chicago para enlazar con el ansiado vuelo hasta su destino de Frankfurt.

Se despidieron joviales cuando el taxi que les esperaba les dejó al fin en Walldorf el domingo, sin haber podido disfrutar de un fin de semana relajado, hasta el día siguiente en la sede de su empresa para preparar informes, estudiar datos y esperar un nuevo viaje de negocios.

03 diciembre 2006

El Cochecito

La iglesia de San Julián en Somió estaba radiante aquella mañana de domingo, lo mismo que la recién estrenada primavera, aunque en la Misa temprana no se habían congregado muchos fieles. Los habituales madrugadores, algunos viejecitos, varios excursionistas y mi papá que me acompañaba.

Estaba empezando la comunión y yo estaba en la fila cuando un ronroneo mecánico me distrajo de mi recogimiento y volví la cabeza. Una señora mayor muy risueña, en una silla de ruedas eléctrica, se dirigía por el pasillo central hacia el altar a una velocidad poco adecuada que hizo replegarse a la fila de comulgantes a los asientos laterales, con el consiguiente desconcierto al temer ser atropellados en aquel santo lugar.

Al ronroneo inicial le sucedieron diversos chasquidos cada vez que el pequeño vehículo cambiaba de dirección, perdido el control por su alborozada conductora que pulsaba los mandos sin lógicas secuencias, y dando varias vueltas sobre sí mismo hacía imposible situarlo al pie del altar.

El sacerdote saltó hacia atrás casi con la misma prontitud que el monaguillo, que soltó la bandeja refugiándose entre el sorprendido personal.


El cochecito daba vueltas y cambiaba de repente el sentido de su marcha sin que nadie se atreviera a interponerse en su camino. Pero lo que más me extrañaba era que la señora, en vez de mostrar un semblante despavorido, se reía nerviosa como quien se asusta en una atracción de feria.

Se había interrumpido la comunión y todos mirábamos boquiabiertos las idas y venidas vertiginosas del dichoso cacharro que dio aún varias pasadas, empujando otra vez a la gente contra los bancos, hasta que por fin detuvo su loca carrera y quedó varado y silencioso al final del templo, lo que aprovechó el sacerdote para acercarle allí mismo la comunión y los fieles recobraron su gravedad, volvió a formarse la fila, se escucharon de nuevo los piadosos cánticos y se terminó la Misa sin mayores incidentes.

23 noviembre 2006

El Conferenciante

Unos familiares le habían recomendado al conferenciante y pensó que podría mostrarle los lugares turísticos y los edificios importantes, los atractivos de la ciudad y la gastronomía de la región.

Como era un hombre culto, acompañó con ilusión y entusiasmo al conferenciante, disfrutando con enseñarle todo lo que a él mismo le atraía. Él y su esposa le invitaron a comer en diferentes restaurantes de la ciudad y de la provincia, asistieron a teatros y exposiciones de todo tipo y, aunque no era su costumbre, hasta salieron de noche a visitar lugares de diversión, retirándose a descansar de madrugada.

Por fin llegó el gran día y le condujeron al Ateneo, ocupando destacados asientos para no perder palabra. El conferenciante y amigo sacó dos cuartillas, se puso las gafas y saludó a la nutrida concurrencia para acometer el tema de su conferencia: “Los dirigentes y su expresión”.


Se quedó asombrado ante las frases vertidas por el conferenciante y miró hacia los lados confundido, pero el auditorio parecía embelesado y nada hostil. Trató de hacer un nuevo esfuerzo y escuchar con mayor atención, pero no llegaba a comprender el significado de sus frases. Desesperado, miraba a su esposa que parecía muy interesada. Desde el estrado fluía sin cesar la verborrea incontenible y enigmática y sentía vergüenza al escuchar aquella jerga sin sentido que, sin embargo, mantenía el interés del auditorio.

Como ausente asistió al atronador aplauso que cerró la intervención del conferenciante, mientras el presidente del Ateneo se fundía en un abrazo con él. Tuvo que hacer un esfuerzo aún mayor para esperarlo con su mujer y darle la calurosa enhorabuena. Y tras recibir el agradecimiento por sus atenciones le acompañaron a la estación, pues aquella misma noche había de trasladarse a otra ciudad.

Por el camino de regreso a casa rehusó comentar con ella aspectos de la conferencia y al echar luego una ojeada al cuarto de invitados para comprobar que no se había olvidado ningún objeto, recogió de una mesa varios periódicos y dos cuartillas, copias sin duda de las que habían servido de guía de la conferencia, que no me resisto a reproducir por si tenéis el humor de analizarlas.



(Del Boletín de Ingeniería Civil - MOPU, junio 82) (Léase en cualquier orden comenzando por los párrafos de la izquierda, seguidos de cualquiera de los de la segunda columna, cualquiera de los de la tercera y finalmente cualquiera de los de la cuarta).

16 noviembre 2006

Mi Amigo Luis

Le conocí en la infancia pues éramos vecinos de la misma casa y seguimos siendo amigos durante el bachillerato, aunque era tres años mayor que yo. Cuando terminé la enseñanza media él ya era Maestro y estaba haciendo la milicia. Muy joven aún se fue a la Argentina, donde ya residía su hermano Emilio y vivían unos tíos. Era la época en la que sin duda encontraría allí trabajo, seguridad y esperanza. Se casó por poderes con una riojana, Carmen, y yo saqué unas oposiciones y me destinaron lejos de mi familia.

Al faltar sus padres y su hermano mayor, Carmelo, Maestro también como ellos, y con el que me unía una gran amistad, perdimos todo contacto. Recorrí diversos destinos a lo largo de mi vida y residiendo en Santander, ya jubilado, asistía diariamente a una piscina con mi mujer para tratar de mantenernos en forma.

Entre las personas que acudían a la misma, a una hora temprana, solíamos charlar con una señora que trabajaba en el hospital Valdecilla. Ya la conocíamos desde hacía varios meses cuando una mañana nos comentó que estaba muy nerviosa porque después de muchos años vendrían su hermana y su cuñado de la Argentina. Estábamos de pie dentro del agua y nos dijo que su cuñado, que también había vivido en Logroño, se llamaba Luis y rápidamente le contesté: “¿Sáinz Beltrán de Heredia?”. Ella se quedó pasmada cuando le dije cómo conocía a toda su familia y la amistad que nos unió años atrás. Y nos despedimos emocionados.

Al día siguiente nos comentó que había telefoneado a sus hermanos y que habían recibido la noticia con un gran alborozo y esperaban ansiosos que pudiéramos darnos un abrazo.

El reencuentro fue muy emocionante y charlamos durante largo tiempo de nuestros padres y hermanos y luego de nuestros hijos y nietos. Él tenía setenta años y yo sesenta y siete. Y como ellos tenían muchos compromisos familiares y viajes por hacer, nos despedimos intercambiando nuestras direcciones.

Al año siguiente, por Navidad, les escribí una carta afectuosa con la intención de mantener una relación epistolar, pero a casi nadie le gusta ya escribir cartas ni adquirir nuevos compromisos y otra vez nos distanciamos. Ya no íbamos a la piscina así que tampoco nos veíamos con su cuñada. Y me queda una nostalgia y un sabor amargo cuando siento la triste situación por la que atraviesa aquel país hermano y veo un mapa y me detengo en la República Argentina, en una población con un nombre entrañable: Carcarañá.

15 noviembre 2006

La Residencia

Como por las tardes había poco que hacer, se reunían varios residentes y formaban animada tertulia en la que eran habituales las discusiones al no ponerse totalmente de acuerdo sobre diversas materias que la mayoría creía dominar. Habían tenido distintas profesiones y variados trabajos, pero siempre surgían asuntos en los que ninguno de ellos era un experto reconocido por los demás.

- “Me temo, Sr. Eusebio, que ya le fallan a usted las potencias del alma”, decía Don Donato, antiguo secretario de ayuntamiento en un pueblo de la zona.

- “Si lo dice usted porque ya no creo en la fe, ni en la esperanza, ni en la caridad, tiene toda la razón”, le respondía el Sr. Eusebio, encargado que fue de un almacén de vinos.

- “Esas son las virtudes morales”, señalaba Don Liberto, que en su vida laboral había regentado un negocio de muebles.

- “No sean ustedes cazurros”, aclaraba Don Donato. “Yo me refería a la memoria, el entendimiento y la voluntad”.

- “¡Correcto!”, asentía el Sr. Lorenzo, que fue empleado de Correos. “Que el Sr. Eusebio enumeraba las virtudes teologales”.

- “Tiene usted toda la razón, Sr. Lorenzo”, convenía Don Apolinar, que había sido procurador.

- “¿Entonces cuáles son las virtudes morales?”, inquiría Don Liberto.

- “Pues la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza”, sentenciaba el Sr. Casiano que, por haber sido sacristán y a pesar de su avanzada edad, recordaba las enseñanzas del Catecismo.



- “Para mí lo más fácil son los sentidos corporales”, añadía Don Eugenio, maestro octogenario.

- “Y cuáles son esos?”, indagaba el antiguo vinatero.

- “Pues ver, oír, oler, gustar y tocar, Sr. Eusebio”, decía Don Eugenio.

- “Eso es pan comido”, comentaba el Sr. Casiano. “Pero si nos metemos en profundidades se armarán ustedes un lío, pues el entendimiento, que según Don Donato es una potencia del alma, también es un don del Espíritu Santo”.

- “¡Toma ya!”, agregaba Don Apolinar, “Pues la fe, a la que se refería el Sr. Lorenzo como una de las virtudes teologales, es también uno de los frutos del Espíritu Santo”.

- “Sí, señor, es cierto”, admitía el Sr. Casiano. “Y la fortaleza, que yo mismo les indicaba como una de las virtudes morales, es también un don del Espíritu Santo, pero esa es otra historia y me falla la memoria”.

- “Tiene usted razón, Sr. Casiano”, convenía Don Eugenio, “que si tuviéramos que recitar aquí los dones y los frutos del Espíritu Santo a más de uno nos saldrían los colores”.

- “Entonces acabemos la cuestión”, razonaba el Sr. Eusebio, “que estas cosas santas es más fácil practicarlas a nuestra edad que recitarlas, si es que alguna vez se han sabido. Y es que las cosas no tienen más que un cauce normal y un resultado justo y equitativo y fuera de eso...”

- “¡Claro, claro!”, concluía Don Donato, “que todo eso ocupa demasiado sitio en el cerebro y se nos está haciendo la hora de cenar”.

09 noviembre 2006

El Centro de Salud

Visitaba en Madrid lo que con el tiempo ha dado en llamarse un Centro de Salud, pues de las comidas escasas y sin fundamento le habían salido unos forúnculos en la zona del pescuezo que no le dejaban mover el cuello.

Como no era un visitante habitual, confundió una de las puertas y bajó por una escalinata que, aunque también daba a la calle, no era al parecer utilizada por el público en general o, por mejor decir, por los pacientes ambulatorios, cuando oyó clamar: “¡Doctor, doctor!”.



Como no bajaba nadie delante de él dedujo que la llamada iba dirigida a alguien que bajaba detrás, pero entre lo que le costaba volver el cuello y el temor a rompérselo si se caía, y en la seguridad de que él no era médico decidió no volverse, hasta que de nuevo los apremiantes y lastimeros “¡Doctor, doctor!” le convencieron de que por extraño que pareciera iban dedicados a su persona. No tuvo necesidad de volverse pues quien dirigía las exclamaciones se plantó de un admirable salto ante él y le detuvo con una sonrisa diciendo: “Perdóneme, doctor, que me permita interrumpirle sabiendo lo ocupado que está usted, pero tenía que entregarle estos folletos”.

La cosa estaba clara. Un representante de laboratorio, despistado, le había confundido y ni tenía tiempo de advertirle de su error ni quería abochornarle, temeroso además de que un doctor verdadero pudiera descender por la escalera y se suscitara una situación difícil de explicar, por lo que lo más rápidamente que pudo, y sin abandonar una sonrisa glacial, recogió la abultada literatura, le dio las gracias, terminó de bajar las interminables escaleras, salió al fin a la calle y depositó los folletos en la primera papelera que encontró a su paso.

08 noviembre 2006

La Máquina de la Mentira

Le conoció en el hospital donde trabajaba como Psiquiatra. Era un enfermo dócil y disciplinado. Hasta podría decirse que causaba extrañeza que estuviera allí, pues además de Matemático y Físico era un conversador notable y escuchaba con atención. Sólo que estaba convencido de haber inventado la máquina de la mentira, por cuyo motivo legiones de enemigos querían destruirle. Dueño de una capacidad de persuasión poco común, al fin un día le refirió en qué consistía su invento que, por otra parte, estaba aún en fase de experimentación.

Al contrario de la conocida máquina de la verdad que solamente detecta si el sujeto dice o no la verdad al contestar a un cuestionario, su invento era mucho más preciso y mostraba en una pantalla lo que realmente estaba pensando el individuo, con independencia de lo que dijera, sin que se diera cuenta además, ya que no estaba unido a la máquina por ningún tipo de cable o conexión visible.

Y le exponía diversos ejemplos para demostrar su enorme utilidad. Desde el ama de casa que oyera decir a un comerciante “el artículo es de calidad”, al propietario de un negocio de venta de coches usados que afirmara “el coche ha sido revisado y está como nuevo”, a las opiniones de los asistentes a una boda que dijeran “la madrina iba elegantísima”, hasta un político local que hablara de “los logros conseguidos durante nuestro mandato”.

Al parecer, pulsando la máquina, podría leerse: “El artículo es una porquería”, en el caso del ama de casa, o: “El coche tiene trescientos mil kilómetros”, en el del vendedor de coches, o: “La madrina estaba hecha un adefesio”, en el de los asistentes a una boda, o finalmente: “Hay que reconocer que se habían propiciado gran cantidad de chapuzas”, en el del político local.

Nada había que objetar a su increíble invento si no era que había abandonado todas sus ocupaciones para tratar de perfeccionarlo y hacerlo más pequeño y portátil.

Después de oír sus explicaciones, el Médico le ponderó su asombroso trabajo, pero quedó desconcertado y aturdido cuando el enfermo pulsó en el prototipo y le mostró la pantalla en la que se leía: “¡Este tío está como una cabra!”.

07 noviembre 2006

El Enviado

Hay en la ciudad un personaje muy peculiar que va por la calle saludando a todo el mundo. Hace mucho que le conozco y siempre me ha tratado con mucha atención, quizás porque le escucho y sigo su charla sin importunarle. Ahora recuerdo nuestro último encuentro. Me bajaba yo de un autobús urbano y al poner un pie en el suelo mi personaje me paró, muy ceremonioso. En otras ocasiones se había dirigido a mí con títulos importantes que estoy muy lejos de poseer, pero esta vez me llamó “Señor Enviado” y la conversación se desarrolló más o menos así:

- “Señor Enviado, ¿Cuándo ha llegado usted?”, me dijo.

- “Acabo de llegar en este instante”, contesté señalando el autobús urbano.

- “¿Va a quedarse mucho tiempo entre nosotros?”, preguntó con interés.

- “Solamente dos días”, respondí escuetamente.

- “¿Sacará usted tiempo para que podamos tomar un café juntos?”, añadió.

- “Lo haré con mucho gusto”, le dije sonriendo.

Varias personas que estaban en la parada del autobús asistieron a nuestra conversación y no disimulaban su interés.

- “Estará usted enterado del nombramiento de un nuevo Papa”, me dijo de repente.

- “Algo he oído sobre ese asunto”, le contesté.

Las personas de la parada, estupefactas, no daban crédito a sus oídos y me miraban con encono, pues ya conocían a mi interlocutor.

- “Se llama Juan Salaverri”, añadió refiriéndose al nuevo Papa.

- “Gracias por informarme. Y ahora le ruego me dispense”, contesté, temiendo que el auditorio se enojara.

-”Quedo a su disposición, Señor Enviado, y no olvide llamarme”, me dijo, mientras me daba un apretón de manos.

”Ha sido un placer saludarle”, le respondí y eché a andar en dirección opuesta a la de él.

La llegada del siguiente autobús me impidió contemplar los rostros airados de aquellas personas.


Este relato ha participado en la 2ª edición del concurso de relatos cortos de TMB organizado por Transports Metropolitans de Barcelona. Si queréis saber más, clicar los enlaces!

En la Galería de Relatos, indicando el pseudónimo "sotaler", accederéis al relato en cuestión!
Entrada reeditada el 26/04/2008

05 noviembre 2006

La Gabardina

Acababa de comprarme un hermoso “tres cuartos”, dotado de hombreras y cinturón, que me daba un aire de hombre de acción y me prometía un invierno preparado para afrontar cualquier inclemencia atmosférica. Pero ni mi mujer ni yo habíamos advertido en su color kaki relación alguna con una prenda militar, sin duda por las luces engañosas de la tienda.

Vivíamos en Plasencia y todos los días a media tarde bajábamos una cuesta para llegar a la plaza, animada de bares y comercios. Justo al terminar la misma y en el momento de torcer para desembocar en la parte llana nos tropezábamos con docenas de reclutas que volvían del paseo, cuesta arriba, en dirección a los cuarteles, y todos me iban saludando militarmente al cruzarse con nosotros. Yo les contestaba con un gesto cortés y mi mujer, que obviamente no había hecho la Mili, me recriminaba porque no lo hacía a la manera militar, correspondiendo a sus marciales saludos, y siempre tenía que decirle que no podía,
ya que no llevaba gorra.

Decidí al fin prescindir de las hombreras, y la prenda perdió su prestancia, aunque evitó así los saludos generalizados, que quedaron reducidos a quienes recién doblada la esquina se tropezaban conmigo, sin tener tiempo de poder analizar mi posible jerarquía.

Entrada reeditada el: 26/04/2009

04 noviembre 2006

Capitanía

Estando de vacaciones en Algeciras durante un mes de verano y siendo ya entrado en años, me disponía una mañana a visitar algunos comercios próximos al puerto con la intención de comprar un aparato de radio.

Mi atuendo se reducía a un pantalón y una camisa de manga corta. Caminaba despacio, para no acalorarme, por la acera de enfrente al Gobierno Militar, pues aunque daba el sol no me apetecía pasar rozando las dependencias militares en donde solía haber varios soldados de guardia.

Al pasar frente a la puerta principal me quedé estupefacto al mirar de soslayo a los dos soldados que me presentaron armas, a lo que contesté con una ligera inclinación de cabeza. Pero al llegar a la altura de la esquina, el soldado de guardia en aquel punto repitió el saludo de la misma guisa y yo de nuevo incliné levemente la cabeza sin perder la compostura, alejándome sin entrar en ninguna de las tiendas porque el haberlo hecho no habría sido coherente con la categoría militar del personaje con el que sin duda me habían confundido.

Publicado en “A Contrarreloj II”, libro recopilatorio que agrupa los relatos seleccionados del II Premio Nacional de Microrrelatos de Editorial Hipálage.

El Bonsái

Cuando mi abuelo dejó de trabajar su amigo Benigno le regaló un bonsái.
Creo que era un granado diminuto que tenía en la terraza y que cuidaba nada más levantarse. Primero recogía agua filtrada y pulverizaba con ella las hojas para refrescarlo y luego lo metía en un cacharro con agua para que tomara la necesaria.

Disfrutó mucho cuando aparecieron las primeras flores y todos los días contaba los brotes nuevos. Ya tiene tres, ya tiene cinco, solía decir.

Mis tías le regalaron otros dos bonsáis muy bonitos, estos de interior, que no debía ponerlos en la terraza junto al granado.

Comenzó a leer libros que hablaban de bonsáis y compró un frasco de abono líquido para alimentarlos, mezclándolo con el agua del riego, y empezó a anotar en el calendario los días que tocaba añadirles el abono, y tuvo que poner una etiqueta en la botella en la que hacía la mezcla para que no se equivocara alguien y la confundiera con agua para beber.

Un día observó que a uno de ellos se le ponían las hojas lacias y se dio cuenta de que tenía falta de riego, pero si le ponía demasiada agua podían pudrirse las raíces, que eran muy delicadas.

Otro día vio con horror que su querido granado tenía unos insectos minúsculos que volaban y consultó sus libros y supo que estaba siendo atacado por la mosca blanca y se fue con urgencia a comprar un insecticida, pero se quedó decepcionado al leer las instrucciones que advertían que la mosca blanca era muy difícil de eliminar y se enteró más tarde de que si ponía una maceta con margaritas junto al bonsái enfermo el aroma de aquéllas, insoportable para las mosquitas, podía hacerlas huir.

Mi abuelo salió rápidamente a comprar un tiesto con margaritas y le costó mucho encontrarlo porque la gente no suele regalar margaritas que cualquiera puede coger en los prados y en los parques.

Puso la maceta junto al granado y era un tiesto más que tenía que regar todos los días y estaba muy preocupado porque no consiguió que desaparecieran las mosquitas y al regar los bonsáis tenía que tener mucho cuidado en separar los que no estaban infectados.

No sé dónde oyó que lo más eficaz para acabar con la mosca blanca era la mariquita, que se comía todos los bichitos sin causar daño al bonsái.

Mi abuelo ya no leía los periódicos porque no tenía tiempo y nada más levantarse se dedicaba a salir al campo para tratar de encontrar algunas mariquitas, pero como su vista ya no era buena no podía conseguirlo y nos encargaba a nosotras que se las buscáramos, pero se nos olvidaba casi siempre y cuando nos acordábamos no veíamos ninguna.

Él fue dejando sus paseos y se adentraba en la hierba de los parques cabizbajo y algunas veces le llamaban la atención los guardas que no entendían sus explicaciones y creían que estaba un poco loco.

03 noviembre 2006

La Niña que no sabía leer

Había una niña que no sabía leer. Un día se dio cuenta de que la ciudad estaba llena de letreros e indicaciones que lo decían todo, pero ella no los entendía y se ponía muy triste.

Los letreros de las tiendas no le preocupaban porque, aunque ella no los comprendía, los escaparates mostraban las cosas que se vendían en ellos. Y había cosas evidentes como las farmacias, pues hasta de lejos se sabía lo que eran. Pero en todos los portales de las casas había letreros que seguramente dirían que allí había una modista o un abogado. Creía que tampoco era importante, pues como era muy pequeña no necesitaba de ninguno de ellos. Pero le inquietaba no saber los nombres de las calles ni poder entender las palabras escritas, pues las letras le bailaban en los ojos y la hacían sufrir.

Decidió estar más atenta en la escuela y aunque le costaba un gran esfuerzo, haría todo lo posible por entender cómo las letras al juntarse significaban tantas cosas diferentes. Y empezó a conocer primero las vocales: a, e, i, o, u, y luego las consonantes, y ya cuando supo qué era una m o una p o una r y cómo sonaban se abrió ante ella un mundo diferente. Y cantaba feliz “la m con la a, ma; la p con la a, pa; la s con la a, sa. Y cuando salía de la escuela reconocía las letras por todas partes y se sentía contenta porque ya sabía juntarlas y comprender qué decían.

Disfrutaba mucho leyendo los letreros. Pa-na-de-ría, Con-fi-te-ría, Po-li-cía. Y los avisos: Ca-lle cor-ta-da. Era delicioso y divertido leerlo todo, aunque tenía que preguntar a su mamá qué querían decir cosas como “Tejidos y novedades” o “Asesoría Fiscal” o “Sindicato de Banca”, pero esas eran cosas que requerían seguir estudiando. Ella se conformaría con entender las cosas de los niños.

02 noviembre 2006

La Ciudad de las Calles Curiosas

El viejecito de la barba sonrió y dijo que él había nacido en un pueblo de calles muy curiosas. Una sobrina suya vivía en la calle “Pajarito Volandero” y su cuñada en la calle “Pirulí de La Habana”. Su calle se llamaba “Soldadito de Plomo” y una hermana de su tía vivía en la calle “¡Arre, Borriquito!”. Pero había muchos otros nombres que él recordaba, como el de la calle “Tararí, Que Te Ví” o la llamada “Manteca Colorá”.

El Ayuntamiento había decidido dar a las calles nombres graciosos, pensando en los niños que así ponían mucho interés en aprender a leer, pues se divertían viendo los rótulos y los maestros organizaban excursiones con grupos de niños para recorrer el pueblo leyéndolos.

El viejecito tosió un par de veces y continuó diciendo que un amigo de su padre vivía en la calle “Lorito Real” y su abuela en la llamada “Abracadabra”. Pero tenía muchos amigos que vivían en otras calles curiosas, como “Puré de Patata”, “Duérmete, Mi Niño” o “Cuesta Resbalosa”. Y había muchas referidas a animales, como “Corderito Blanco” o “Gatito de Angora” o simplemente “Guau Guau”, aunque los vecinos de esta calle protestaron porque parecían tontos y pidieron que su calle tuviera un nombre más serio y que se llamara “Perrito Ladrador”.