Pequeñas historias, cuentos, anécdotas o relatos para contar a mis nietos. Para: Laura, Elena, Carlos, Irene, Max, Enrique, Javier, Elisa, Fernando y Nicolás.

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11 marzo 2007

Lydia

Era una pena que no le gustaran los idiomas pues por lo demás destacaba en desparpajo y presencia y le encantaba la venta, por lo que siguió unos cursos de estrategia comercial en la academia de su barrio y los responsables de ésta se encargaron de buscarle su primer trabajo en unos grandes almacenes.

Cuando se enteró, después de una somera entrevista personal realizada por una supervisora, de que la destinarían al departamento de perfumería saltaba de júbilo. Lo normal era que hubiese seguido aún unas breves jornadas en la propia empresa para familiarizarse con los variadísimos productos, aprender sus nombres y proponer a las clientas dudosas las cremas nutritivas y rejuvenecedoras más apropiadas, pero coincidió con una venta especial previa a las vacaciones de verano del personal más veterano y hubo que pasar por alto otras formalidades.

No esperaba que la fatalidad hiciera que una señora con aspecto de extranjera se destacara de las numerosas compradoras y se dirigiera a ella diciéndole: “Monina, Eau d’été”. Tras unos segundos de perplejidad le contestó impasible: “¡Esperpento!”. Como si hubiera recibido una estocada, la señora en cuestión solicitó a voces la ayuda de un encargado. Lejos de haber reconsiderado su expresión ofensiva o haber pedido excusas por su torpeza aún le espetó: “¡Digo, la bruja!”. Requerida la jefa de la sección, la relevó de su puesto mientras hacía lo imposible por calmar la ira de la compradora que, descompuesto su semblante, parecía echar fuego por los ojos.


Cuando le explicaron que la clienta había solicitado un perfume cayó en una risa histérica mientras atropelladamente se despojaba de su bata y daba por terminada su relación laboral hasta haber conseguido un adecuado reciclaje.

01 marzo 2007

Manías

Hay mucha gente maniática que no lo reconoce. A mí me chocaban siempre las rarezas de los demás y me sentía a gusto por no estar aquejado de estas debilidades, producto sin duda de la prisa, el nerviosismo y el modo de vivir actual que hacen que tantas personas hablen solas o que tengan tics nerviosos, caracteres agrios y semblantes taciturnos. Yo podía considerarme un hombre centrado y sereno, aunque tenía que admitir que en algunas cosas de escasa importancia padecía también ligeras manías.

Hube de aceptar que los escasos billetes que se alojaban en mi cartera los disponía siempre de mayor a menor: cinco mil, dos mil, mil...

Y ahora cincuenta, veinte, diez, cinco... Y hasta casando las caras meticulosamente. Bueno, no era para tanto, simplemente cosas de persona ordenada aunque no hubiera trabajado en la banca. También ordenaba los libros que conservo si tenían letras o cifras en sus lomos, como los tomos de un diccionario o los de una colección, lo que resulta totalmente normal por no perder tiempo buscando, cuando se manejan con frecuencia.

Haciendo memoria recordé cómo me obstinaba en pelar los plátanos sujetándolos por la parte que los había mantenido unidos al racimo, cuando todo el mundo se empeñaba en hacerme ver que lo lógico era lo contrario. Recordé por fin que en casa hay dos juegos de platos en uso, uno con dibujos verdes y azules el otro y al poner la mesa, cualquiera que lo hiciera, siempre se ponían los de un mismo color, pero al sacarlos del lavaplatos y colocarlos en el armario no solían poner tanta atención y yo los separaba y me molestaba saber que a los demás les daba lo mismo mezclarlos, pues al poner la mesa de nuevo obligaría a entresacarlos de las dos pilas, con el consiguiente retumbar de loza y el correspondiente desconcierto.

Ahora que soy viejo trato de prescindir de la corbata salvo en invierno, pero debe ser por simple reacción ante la temprana imposición a los diez años de su uso, pues desde el principio del Bachillerato -- aquel Plan 38 -- todos usábamos trajecitos. Con lo cómodo que debe resultar un chandal para el deporte y la vida informal. Pero ¡Qué deporte!, si el individuo que nos daba la asignatura de Gimnasia en el Instituto se presentaba ataviado con uniforme negro paramilitar, con botas altas y correajes. Pasma pensar que así pretendiera enseñar las tablas de gimnasia. Claro que simultaneaba la alegre asignatura con la más seria de Formación Política.

Ahora que lo pienso, apenas soporto sentarme en un restaurante de espaldas a una ventana, como si temiera una repentina agresión.

Lo paso mal si no veo a los demás comensales del local y noto que al ir recordando todas estas cosas sin importancia me estoy poniendo muy nervioso. ¡Oh, Dios mío! ¡Estoy lleno de manías...!