Pequeñas historias, cuentos, anécdotas o relatos para contar a mis nietos. Para: Laura, Elena, Carlos, Irene, Max, Enrique, Javier, Elisa, Fernando y Nicolás.

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09 abril 2007

La Pegatina

Mi amigo Manolo visitó en la Expo de Sevilla el pabellón de Panamá y recogió una preciosa pegatina, de esas que los niños llaman mágicas, que representaba un vistoso tucán.

Se guardó la pegatina en la cartera y pensó que como tenía la intención de comprar un coche nuevo la pondría junto a la matrícula. Cada vez que sacaba la cartera para pagar algo veía la pegatina y disfrutaba pensando lo bien que quedaría en su flamante coche.


Terminado su viaje, regresó a casa y guardó la pegatina en un cajón para cuando cambiara el vehículo, pero antes de comprarlo quiso vender el que tenía y entre unas cosas y otras pasaron varios meses.

Por fin estrenó su coche nuevo y recordó la pegatina, pero en el cajón que la había guardado había muchos papeles que antes no estaban o tal vez la habría guardado en otro cajón diferente. Ya no se acordaba con exactitud y pasó varios días rompiendo papales y buscando la pegatina por toda la casa, pero no consiguió encontrarla.

Estrenó el coche sin poder pegar la pegatina del tucán y un buen día, buscando otras cosas, apareció ante sus ojos con su plumaje negro con aplicaciones de vivos colores, anaranjado, verde y escarlata en el cuello y en el pecho y se alegró mucho porque creía que la había perdido, así que rápidamente se dispuso a bajar al garaje. Salió de su casa y esperó el ascensor para bajar. Sacó la pegatina de la cartera para llevarla en la mano y, de repente, el atractivo tucán voló de su mano y se escurrió entre el hueco del ascensor. Subió otra vez hasta su casa y fue bajando por las escaleras por si el tucán se había salido y estaba en el descansillo de cualquiera de los pisos, pero todo fue inútil.

Esperó a la portera en el portal y cuando apareció le contó lo que le había pasado con la pegatina, para que cuando vinieran los del mantenimiento de los ascensores tuvieran cuidado y revisaran el foso, pues sin duda se hallaría allí abajo el tucán.

Pasados unos días, al entrar en casa, le dijo la portera que los de los ascensores habían encontrado lo que había perdido y le extendió una pegatina llena de grasa en la que difícilmente se apreciaba la figura de un triste tucán.

Publicado en “Nubes de papel”, libro recopilatorio del I certamen nacional de relatos ultra cortos, “Ex Libris”, Instituto para el Fomento de la Cultura.

11 marzo 2007

Lydia

Era una pena que no le gustaran los idiomas pues por lo demás destacaba en desparpajo y presencia y le encantaba la venta, por lo que siguió unos cursos de estrategia comercial en la academia de su barrio y los responsables de ésta se encargaron de buscarle su primer trabajo en unos grandes almacenes.

Cuando se enteró, después de una somera entrevista personal realizada por una supervisora, de que la destinarían al departamento de perfumería saltaba de júbilo. Lo normal era que hubiese seguido aún unas breves jornadas en la propia empresa para familiarizarse con los variadísimos productos, aprender sus nombres y proponer a las clientas dudosas las cremas nutritivas y rejuvenecedoras más apropiadas, pero coincidió con una venta especial previa a las vacaciones de verano del personal más veterano y hubo que pasar por alto otras formalidades.

No esperaba que la fatalidad hiciera que una señora con aspecto de extranjera se destacara de las numerosas compradoras y se dirigiera a ella diciéndole: “Monina, Eau d’été”. Tras unos segundos de perplejidad le contestó impasible: “¡Esperpento!”. Como si hubiera recibido una estocada, la señora en cuestión solicitó a voces la ayuda de un encargado. Lejos de haber reconsiderado su expresión ofensiva o haber pedido excusas por su torpeza aún le espetó: “¡Digo, la bruja!”. Requerida la jefa de la sección, la relevó de su puesto mientras hacía lo imposible por calmar la ira de la compradora que, descompuesto su semblante, parecía echar fuego por los ojos.


Cuando le explicaron que la clienta había solicitado un perfume cayó en una risa histérica mientras atropelladamente se despojaba de su bata y daba por terminada su relación laboral hasta haber conseguido un adecuado reciclaje.

01 marzo 2007

Manías

Hay mucha gente maniática que no lo reconoce. A mí me chocaban siempre las rarezas de los demás y me sentía a gusto por no estar aquejado de estas debilidades, producto sin duda de la prisa, el nerviosismo y el modo de vivir actual que hacen que tantas personas hablen solas o que tengan tics nerviosos, caracteres agrios y semblantes taciturnos. Yo podía considerarme un hombre centrado y sereno, aunque tenía que admitir que en algunas cosas de escasa importancia padecía también ligeras manías.

Hube de aceptar que los escasos billetes que se alojaban en mi cartera los disponía siempre de mayor a menor: cinco mil, dos mil, mil...

Y ahora cincuenta, veinte, diez, cinco... Y hasta casando las caras meticulosamente. Bueno, no era para tanto, simplemente cosas de persona ordenada aunque no hubiera trabajado en la banca. También ordenaba los libros que conservo si tenían letras o cifras en sus lomos, como los tomos de un diccionario o los de una colección, lo que resulta totalmente normal por no perder tiempo buscando, cuando se manejan con frecuencia.

Haciendo memoria recordé cómo me obstinaba en pelar los plátanos sujetándolos por la parte que los había mantenido unidos al racimo, cuando todo el mundo se empeñaba en hacerme ver que lo lógico era lo contrario. Recordé por fin que en casa hay dos juegos de platos en uso, uno con dibujos verdes y azules el otro y al poner la mesa, cualquiera que lo hiciera, siempre se ponían los de un mismo color, pero al sacarlos del lavaplatos y colocarlos en el armario no solían poner tanta atención y yo los separaba y me molestaba saber que a los demás les daba lo mismo mezclarlos, pues al poner la mesa de nuevo obligaría a entresacarlos de las dos pilas, con el consiguiente retumbar de loza y el correspondiente desconcierto.

Ahora que soy viejo trato de prescindir de la corbata salvo en invierno, pero debe ser por simple reacción ante la temprana imposición a los diez años de su uso, pues desde el principio del Bachillerato -- aquel Plan 38 -- todos usábamos trajecitos. Con lo cómodo que debe resultar un chandal para el deporte y la vida informal. Pero ¡Qué deporte!, si el individuo que nos daba la asignatura de Gimnasia en el Instituto se presentaba ataviado con uniforme negro paramilitar, con botas altas y correajes. Pasma pensar que así pretendiera enseñar las tablas de gimnasia. Claro que simultaneaba la alegre asignatura con la más seria de Formación Política.

Ahora que lo pienso, apenas soporto sentarme en un restaurante de espaldas a una ventana, como si temiera una repentina agresión.

Lo paso mal si no veo a los demás comensales del local y noto que al ir recordando todas estas cosas sin importancia me estoy poniendo muy nervioso. ¡Oh, Dios mío! ¡Estoy lleno de manías...!

13 febrero 2007

Gigantones

Desde muy chico me embelesaba contemplando a los Gigantones que abrían los festejos en las calles de Logroño, con sus evoluciones y su porte majestuoso. Eran la media docena de siempre, pero no logro acordarme más que de cuatro: el rey y la reina con sus coronas, el hombre de la boina y la mujer del pañuelo en la cabeza. Pero estoy seguro de que eran seis. Porque los cabezudos eran otra cosa. Los había de todas clases, aunque no me acuerdo de ninguno. Representaban personajes histriónicos y los llevarían chavales mayores para que pudieran sostener sobre sus hombros el cabezón de cartón y aún se movieran sin cesar, atizando golpes indoloros sobre la cabeza de los niños atemorizados y asustando a las viejecitas que habían conseguido ponerse las primeras para presenciar el recorrido; yendo y viniendo pero permitiendo la progresión de la marcha que avanzaba para dejar paso a otras charangas o carrozas.

Pero los Gigantones que iban delante bailando y revolviéndose, mirando desde lo alto con sus muecas perennes, tenían que moverlos personas que irían de acá para allá siguiendo los calendarios de ferias y celebraciones y tendrían que ser fuertes para soportar los artilugios de madera y cartón piedra e imprimirles gracia y salero en sus bailes y pasacalles sin sentir mareos y náuseas. Se dice que piensan por la bragueta, porque precisamente a esa altura del Gigantón tienen los ojos y la frente, el intelecto, tras una tupida y disimulada tela metálica.


Me hubiera gustado asistir al término de alguno de esos desfiles y ver salir de debajo de los Gigantones a los hombrecillos que les imprimían vida y movimiento y que, cansados pero contentos, se irían en grupo a tomar chiquitos y participar de las fiestas.

08 febrero 2007

Rebajas


Llegaban de todas partes en sus coches lujosos y los más jóvenes en motos de gran cilindrada. Nunca había visto tan temprano una concentración de gente guapa y con estilo.
Cuando llegamos a la ocho y media era importante la cantidad de vehículos aparcados a ambos lados de la gran avenida y nos sorprendió aún más la larga cola que se fue formando y eso que los almacenes centrales de la conocida marca Loewe, dedicada a la venta de productos de gran calidad en todo el mundo, no abrían hasta las diez.

Se trataba de la venta especial del semestre a unos precios realmente atractivos y la convocatoria boca a boca entre la gente de clase, clientes sin duda, había conseguido concentrar en Getafe a tantas personas entre las que nos encontrábamos por casualidad, pues ni siquiera vivíamos en Madrid. Simplemente mi hermano y mi cuñada, en cuya casa estábamos invitados unos días, nos habían convencido para traernos a estas singulares rebajas, ya que no se parecían ni de lejos a todas a las que hubiéramos acudido o visto con anterioridad. También la técnica de la compra debía ser diferente ya que toda aquella gente iba provista de graciosas mochilas y grandes bolsos como si fueran de viaje o de excursión.

Calculamos que estaríamos entre los cien primeros de la cola por lo que podríamos optar al privilegio de elegir, pues en una primera tanda solían abrir las puertas a unas cien personas más o menos, para que la deseada compra no fuera un caos. Pasado un tiempo prudente iría saliendo ese personal, reordenarían y completarían los artículos expuestos y darían entrada a una segunda tanda de clientes, según la costumbre.

Comenzaron a llegar los responsables de la empresa que impondrían orden y controlarían las ventas. Eran varias señoras vistosas, de mediana edad, hablando por sus móviles, acercándose a las puertas, volviendo sobre sus pasos como si el responsable de las llaves se hubiera retrasado. Se las distinguía por la soltura con la que actuaban y porque sus coches habían accedido directamente a la zona de almacenes sin buscar sitio en la calle que, por otra parte, estaba imposible.

Otra característica que añadía emoción a tan larga espera de pie era ignorar lo que iban a ofrecernos ya que este extremo se mantenía siempre en un riguroso secreto. Podrían ser maletas o bolsos o zapatos o paraguas o ropa deportiva de la marca, que ofrecía los artículos retirados de sus cadenas de tiendas por sustitución por otros de más reciente fabricación. Y mientras aventurábamos qué objetos podían sernos de utilidad que no hubiéramos necesitado comprar salvo en esta ocasión, pues quién no compra a un buen precio un precioso juego de maletas, pongamos por caso, aunque viaje con otras aún presentables, o incluso una flamante gabardina aunque estemos en verano.

Comenzó a preocuparnos la idea de que no llevábamos ningún bolso grande y ni siquiera teníamos en el coche. Ese sería nuestro primer error ya que allí no nos darían ni una sola bolsa de esas que dicen “rebajas” o “venta especial” y lo que pudiéramos comprar lo tendríamos que llevar en la mano. Por eso, toda aquella gente iba tan bien preparada. Más tarde veríamos que estaban entrenados en otras muchas artes necesarias para salir airosos de estos trances.

A las diez en punto, ante la atenta mirada de dos vigilantes de seguridad, fuimos entrando ordenadamente, pero nada más pasar nos vimos materialmente arrollados por los que entraban detrás, sorprendidos aún por la veloz carrera que habían emprendido los que nos precedían hasta la zona en la que las prendas se exhibían. A la izquierda, en una larguísima fila de mesas, zapatos sobre sus cajas. Más al centro, mesas también que mostraban pañuelos, bufandas, corbatas, sombreros de fiesta y otros complementos. A la derecha, la zona más amplia, colgadores con blusas, faldas, vestidos, trajes, abrigos, gabardinas, etc., perfectamente clasificados. Y al fondo de la amplísima nave ocho o diez probadores juntos.

Este vistazo general que echamos para situarnos nos costó que el resto de la gente se hubiera colocado con ventaja frente a las prendas expuestas impidiéndonos acercarnos a ellas. Tardamos un poco en advertir que no había maletas esta vez, pero vimos boquiabiertos cómo toda aquella gente encantadora y risueña se apoderaba de todo lo que podía abarcar, despreciando las tallas. Luego lucharía por alcanzar los probadores para ver lo que le sentaba bien y dejar allí mismo todo lo demás. Algunas mujeres hacían cola sólo para recoger lo que se hubiera desechado, mientras que otras, más impacientes, desistiendo del intento por llegar a un probador, se desnudaban sin pudor en cualquier rincón entre los escasos colgadores que aún sostenían prendas, haciendo allí mismo su selección.

Nos quedó ya únicamente la esperanza de comprobar las prendas aún colgadas, que resultaron

ser muy pequeñas o demasiado grandes e ir acercándonos a los grupos que se despojaban de pañuelos de seda natural o corbatas estridentes, pues los zapatos eran ya de números extremos y además no había sillas donde calzárselos. Mientras, veíamos pasar a un joven apuesto cargado de pantalones o a un hombre que llevaba varios bolsos de piel en un cinturón o a una espléndida señora que, ajena a la concurrencia, se probaba ante un espejo un traje de noche repleto de abalorios.

Había transcurrido ya una hora y la gente se afanaba llenando sus mochilas y sus bolsos y haciendo cola de nuevo ante las cajas para ir abandonando el local. Nosotros también hicimos cola para pagar un par de pañuelos de seda y algunas corbatas. No eran muy de nuestro gusto, pero llevaban la etiqueta de la marca y en cualquier escaparate nos hubiera asustado su precio. Nos obsequiaron con una baraja con su logotipo y ya en la calle los del turno siguiente nos miraban con ansiedad y estupor al vernos salir con lo puesto mientras los demás buscaban sus coches para depositar en ellos sus abundantes compras.

22 enero 2007

Un Viaje en Globo

Mi cuñada decidió hacerle a mi hermano un regalo original para su cumpleaños: Un viaje en globo, en el que al parecer él siempre había estado interesado. Me imagino que su deseo de ascender al espacio proyectaría una imagen de hombre arrojado y ávido de aventuras entre sus amigos y compañeros de trabajo, que no dejarían de mirarle con cierta envidia y aun con recelo por tener aficiones tan poco comunes.

Mi hermano pensaba que en eso de subir en globo lo que más costaba era decidirse, pero tendría que dar muchos pasos antes de que el piloto aerostático eligiera el momento idóneo para ascender. Aprendió que un globo se desplaza en la dirección del viento y soportó con paciencia sesiones de teoría y de prevención. Supo que había que evitar espacios aéreos prohibidos y alejar el despegue para no entrar en ellos, pues al piloto le quitarían la licencia si eso ocurriera y aún incurriría en sanciones más severas.


Se preguntaba mi hermano de qué viviría el piloto pues les convencía una y otra vez de la conveniencia de posponer el vuelo por uno u otro motivo, y así fue pasando el verano yendo y viniendo sin conseguir iniciar el ansiado viaje y lo peor de esos intentos fallidos era explicarse ante la gente que ya comenzaba a mirarlo con malicia pensando que era un cobarde, así que un domingo a principios del invierno se encaró con el piloto aerostático y le dijo que con térmicas o sin ellas no estaba dispuesto a prolongar la espera.


Supo entonces que el piloto no tenía prisa pues la propaganda de una bebida conocida que exhibía en el espacio le permitía vivir sin mayores preocupaciones y escoger el momento en el que sus clientes particulares estuvieran mentalmente preparados para poder disfrutar de una experiencia única cuando las condiciones fueran óptimas y los riesgos mínimos. El invierno era la mejor época, pues en un día sin viento se ven los paisajes absolutamente nítidos, sin las brumas veraniegas que desdibujan los contornos.

Por fin llegó el momento. Después de un ascenso majestuoso disfrutaron de un delicioso viaje tranquilo y relajante, sin movimientos bruscos, muy silencioso excepto al elevarse en que soltaba la llama para calentar el aire. No parecían estar a tanta altura ni percibían la velocidad a la que avanzaban y la sensación de flotar no se podía describir. Al aterrizar se pegaron un arrastrón de unos cien metros, pero habían aprendido a sujetarse y a colocar el cuerpo para aminorar el impacto. Fue tan divertido, al tomar también parte en todas las operaciones, que repitieron la experiencia varias veces y hasta se hicieron amigos del piloto aerostático y se tomaban una copa con él en las alturas aunque les molestara un poco mirar sin querer las enormes letras del reclamo publicitario que paseaban por los aires.

16 enero 2007

Spory



No es un nombre raro tratándose de un perro. Era el perro de mis cuñados Linda y Fernando, que vivían en El Puerto de Santa María y trabajaban en Rota. Linda, que es de Nueva York, solía viajar a su querida ciudad un par de veces al año y aunque normalmente dejaban a los animales, un perro y un gato, dentro de su finca y al cuidado de la persona que hacía las labores de limpieza unos días y del jardinero que iba a repasar el césped y los arbustos otros, por alguna circunstancia aquel año tuvieron que dejar a Spory con mi suegra en Algeciras hasta su vuelta.


Coincidió que también nosotros, mi mujer y mis hijos, íbamos a pasar unos días en casa de mi suegra. Y llegamos de viaje cuando apenas se acababan de ir los americanos, así que, tras los saludos correspondientes, nos fuimos a dejar a los niños en casa de sus primos, donde se quedaban todos los años.

Aunque estábamos cansados del largo viaje desde San Sebastián, nos sentíamos tan a gusto junto a la familia que nos recibía siempre con gran afecto. Mi mujer tenía tres hermanas y cuatro hermanos y, excepto uno que vivía en Madrid, los demás, casados, harían que nuestra estancia fuera largamente deseada por todos nosotros durante el resto del año.
Aquella noche telefoneó mi suegra muy asustada porque el perro estaba como loco y nos rogaba que fuéramos a casa lo más pronto posible. Nadie había advertido que Linda y Fernando se dirigían a Spory siempre en inglés y que en su casa tenía un espacio abierto para retozar, por lo que al encerrarlo en un piso y hablarle en otro idioma habían transformado su vida en un infierno y el pobre animal reaccionaba como podía para quejarse de su amarga situación.
Cuando llegamos, me limité a acariciar a Spory diciéndole pequeñas frases cariñosas como “What’s the matter, baby?, Poor little thing!, Pretty dog!, Spory, sweet, love!, Please, come here!, Let’s go out and run! “ Y así, brincando y saltando a mi alrededor, alborozado, lo bajé a la calle para que corriera y luego subimos a casa y se acostó en un cesto grande que le puse en nuestro cuarto. Aquel verano ya no se separaría de mí y cuando salíamos a cualquier parte le daba unas palmaditas y le decía unas palabras amables y nos esperaba hasta que volvíamos para bajarlo a echar unas carreras y ya no incomodaba a mi suegra y nos adivinaba desde que metíamos la llave en la cerradura del portal.

Aquel verano me convencí de la utilidad de mis estudios de idiomas, que habían servido para poder entenderme con un perro.


07 enero 2007

Cuento Sucio


Nos encantaba pasear por Gijón con nuestros nietos cuando no tenían colegio pues venían caminando a nuestro lado charlando animadamente. Laura, Elena y Carlos, los tres mayores, a nuestro alrededor tratando de captar nuestra atención, e Irene, la pequeña, mirando a todas partes en su sillita de la que solía apearse cuando llegábamos al parque o a una zona amplia en la que no hubiera coches. Yo iba contestando a sus numerosas preguntas y al mismo tiempo les iba advirtiendo que tuvieran cuidado con esto o con lo otro, que se subieran a la acera, que mirasen adelante para que no se tropezaran con la gente y que no pisaran los jardines.

Reconozco que demasiadas advertencias para un par de horas de paseo, como si ellos no fueran capaces de hacer por sí mismos todas aquellas cosas que yo les recomendaba con tanta insistencia. Pero es que

como en su casa tenían césped y algunos árboles, apenas comprendían, sobre todo los pequeños, que debían evitar pisar las zonas verdes y trataba de explicarles mientras paseábamos que había dos razones. La primera, porque el Ayuntamiento prohíbe que los niños pisen la hierba. Y la segunda, porque aunque también se prohíbe a los perros, éstos no entienden nada y sus dueños tampoco, con lo que resulta inevitable encontrarse con sorpresas desagradables que los animalitos dejan a su paso.

El caso es que terminado el paseo llegamos por fin a casa y yo subí un instante al baño de la planta de arriba porque el de abajo estaba ocupado y bajé nuevamente al porche por si querían ir a las pistas o nos quedaríamos en la casa, cuando oí la voz desaforada de mi hijo que clamaba: “¿Quién ha sido el idiota que ha pisado mierda y la ha esparcido por toda la escalera?”. Un silencio tenebroso se dejó sentir mientras los niños examinaban las suelas de sus zapatos, que inmediatamente se transformó en alegre alborozo tras comprobar que no habían sido ellos y ante la sospecha de que el oprobio y la vergüenza habría de caer inexorablemente sobre los abuelos. Mi mujer se miraba los zapatos con gesto de repugnancia y a distancia yo había hecho lo propio. Llamé aparte a mi nieto Carlos y le dije en voz baja y en un tono confidencial que yo era el idiota que decía su papá y le dio un ataque de risa que le hizo tenderse en el suelo pataleando. Sus hermanas, sorprendidas, también se reían ahora con cierta conmiseración y mi mujer me miró con desprecio por haber sido tan descuidado y tan torpe, mientras junto a mi nuera y haciendo las dos de tripas corazón se disponía a repasar la escalera. Yo lavaba las suelas de mis zapatos en el grifo que hay junto al garaje mientras maldecía a los dueños de los perros y a mí que siempre miraba por donde pisaba sin haberlo advertido y evitado. Las niñas se reían nerviosas y mi hijo estaba confuso por la rotundidad con la que se había pronunciado momentos antes, mientras su mujer le repetía: “Te has pasado, Carlos. Te has pasado”.

Cuando paseamos por ahí ya no tengo fuerza moral para reprender a mis nietos, que me recomiendan ahora que tenga cuidado y no pise la hierba.