Pequeñas historias, cuentos, anécdotas o relatos para contar a mis nietos. Para: Laura, Elena, Carlos, Irene, Max, Enrique, Javier, Elisa, Fernando y Nicolás.

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26 enero 2012

Petardos 2

      De pequeño, mi hermano José Luis también fue muy aficionado a la pirotecnia. En verano las puertas de las casas estaban abiertas de par en par  y  Chelís consiguió un petardo de esos que tienen palo, subió con él a casa de la María en el cuarto piso,  accedió al balcón de la cocina y en uno de los tiestos colocado en un hierro circular lo hincó como pudo en la tierra y le prendió la mecha dándose a la fuga con vertiginosa rapidez. Salió disparado el temible artefacto y en plena ascensión hizo un extraño giro y se metió por la ventana de la escalera, siguiéndole una estela humeante y ruidosa.






         El señor Braulio, dueño de la casa, ascendía tranquilo hacia el segundo piso cuando se encontró de bruces con la humareda chisporroteante y en un momento, pegado a la pared, cambió su aspecto venerable por una mueca acartonada, temeroso de que se hundiera su propiedad, cuando la inesperada amenaza hizo al fin explosión bajo sus pies con horroroso estampido  que le dejó sordo y tembloroso, sin acertar a meter la llave en la cerradura.


Petardos

      En 1938, en el recientemente rebautizado El Ferrol del Caudillo, Manolín jugaba en la calle como otros muchos niños, a pesar de la guerra, y disfrutaba con los pistones detonadores en tiras de cartón que se raspaban sobre las paredes de piedra de las casas y producían un ruido endiablado. Pero la obsesión de todos eran los petardos cuya venta estaba prohibida por la alarma que provocaban y por el riesgo que entrañaba su manipulación.

      Solía venir todos los días por aquel entonces un avión rojo a bombardear la ciudad y previamente sonaban las sirenas y hacían que todos los chavales se precipitaran a sus casas o a los más próximos refugios.

     Pero aquel día Manolín descubrió un petardo sin estallar y lo guardó gozoso sin compartirlo con los demás y lo llevó a casa corriendo. (Aún no había aparecido  el Polikarpov “Natasha” que hacía una incursión rápida, en el intento de sorprender a los antiaéreos de las fuerzas navales de la Base, soltar  su carga mortífera y desaparecer en el cielo de Galicia).  Muy excitado, le dijo a su madre que tenía hambre y ella se alegró y quiso prepararle una tortilla de patata y cuando se agachó para coger las patatas del saco él  echó el petardo en la lumbre y su madre se volvió hacia la cocina, se oyeron las sirenas, explotó el petardo y ella se cayó al suelo de espaldas horrorizada por lo que creyó que les había alcanzado la bomba del avión. Cuando se rehízo del susto mortal y cayó en la cuenta del autor del atentado se quitó la zapatilla y persiguió implacablemente a Manolín dejándole durante años la marca del fabricante en las posaderas.

Procesión

      Teníamos que trasladar de casa de mi suegra a la de mis cuñados María y Manolo una estatua de San José y el Niño, ambos de pie, con vara de nardo incluida, y el primero de más de un metro de estatura. Aunque nos parecía una imagen demasiado grande para albergarla en un piso la recordábamos allí, sobre la cómoda, en ese o en el anterior de la calle Real. Mi suegro la tenía en mucha estima desde que residiendo en La Marina durante la guerra uno de los bombardeos del “Jaime I” acertó en su casa, partiendo en dos la cómoda y ni siquiera rozó al San José.

      No sé ni por qué me ofrecí a tomar parte en el traslado aportando mi modesto seiscientos. Sería porque estaba de vacaciones y los chicos, alborozados, me convencieron como intuyendo algún episodio jocoso. Me acompañaban, pues, Javier y sus hermanas y no sin dificultad conseguimos meter en el ascensor la preciosa carga. Como era verano el coche estaba donde lo pude aparcar y al salir del portal llevábamos entre todos al San José con el Niño. Algunas ancianas devotas, sorprendidas, comenzaron a acompañar a mi sobrino que, con voz alta y clara, inició el piadoso cántico de “Corazón santo”. Entre la vergüenza y los sudores por el peso de la imagen se me escurría esta y no veía el momento de llegar al coche, acompañados ya por las viejas beatas que iban formando un nutrido grupo procesional.

      Trastornado por la inesperada situación conseguí, con la ayuda de mis risueños acompañantes, colocar al Santo en el asiento trasero, entre las niñas, mientras las pías y confundidas señoras se santiguaban y agitaban los brazos ante el arranque del seiscientos que derrapaba poniendo tierra de por medio.


Propagandas

      La primera propaganda que recuerdo, siendo chaval, miraba con mis amigos Carmelo y Luis una de las revistas ilustradas que enviaba de La Argentina su hermano Emilio y nos sorprendían los anuncios a toda página. Un hombre de mediana edad, al parecer jugador de polo, aseguraba: << La primera impresión es duradera, por eso uso Lanolive>>. Intuíamos  que la crema citada mantendría el perfecto afeitado de aquel avezado deportista.

         Aún más chico, recuerdo las pretensiones de casi todas las mamás de aclarar el pelo a los niños con la ilusión de que las negras cabelleras se tornaran rubias. “Camomila Intea” era el producto mágico que lograría el prodigio. Siendo ya un hombre, me dirigía en Santander a hacer alguna gestión en “El Diario Montañés” cuando tropecé con los “Laboratorios Intea” cuya contemplación me llenó de gratas sensaciones infantiles.

         Otra propaganda que recuerdo, no escrita y supongo que barata, era un invento de mi cuñado Manuel Pozo que, al promocionar una empresa de seguros/decesos, hacía dar vueltas a una camioneta llena de fieles colaboradores alrededor de la Plaza Alta de Algeciras al grito unánime de << ¿Quién pita? ¡La Preventiva! >>, seguido de una pitada estridente y ruidosa.

         Pero una de las propagandas más sutiles y que me enganchó de joven a la empresa fabricante de camisas “Arrow” fue el añadir a las prendas, en delicada letra inglesa y a la altura de la bragueta, una etiqueta que decía simplemente: “Have a nice day”. 


Publicado en “Cuentos alígeros” de Editorial Hipálage.



Invisible

      Reconozco que me ha costado mucho conseguirlo. Casi toda la vida. Y han sido años de esfuerzo y tensión, de mantener las buenas maneras, de saludar sonriente y de ceder el paso y el asiento a las señoras y a los mayores.

      Pero aunque sentadas las bases hace mucho tiempo, fue a partir de mi jubilación cuando comencé a comprobar los resultados. Ya la gente con la que había tenido contacto laboral dejaba de saludarme, especialmente aquellos a los que había hecho manifiestos favores. Y en los bares podía permanecer un largo rato ante el mostrador sin que parecieran advertirme y si pasaban la obsequiosa bandeja ni se detenían ante mí.

       La convicción definitiva surgió esperando a mi mujer, que había entrado en un comercio. Paseaba por la acera de una calle céntrica y totalmente vacía cuando, de repente, apareció el coche de mi nuera a la que acompañaba mi nieta mayor y, a pesar de mi costumbre, las vi pasar con estupor ante mis ojos. ¡Lo había logrado! ¡Había conseguido hacerme invisible!

      Eso sí, habré de extremar los cuidados en los pasos de cebra pues si cuando era visible no se detenía nadie ahora podría serme fatal.






Publicado en “Cuentos alígeros” de Editorial Hipálage.