Pequeñas historias, cuentos, anécdotas o relatos para contar a mis nietos. Para: Laura, Elena, Carlos, Irene, Max, Enrique, Javier, Elisa, Fernando y Nicolás.

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22 enero 2007

Un Viaje en Globo

Mi cuñada decidió hacerle a mi hermano un regalo original para su cumpleaños: Un viaje en globo, en el que al parecer él siempre había estado interesado. Me imagino que su deseo de ascender al espacio proyectaría una imagen de hombre arrojado y ávido de aventuras entre sus amigos y compañeros de trabajo, que no dejarían de mirarle con cierta envidia y aun con recelo por tener aficiones tan poco comunes.

Mi hermano pensaba que en eso de subir en globo lo que más costaba era decidirse, pero tendría que dar muchos pasos antes de que el piloto aerostático eligiera el momento idóneo para ascender. Aprendió que un globo se desplaza en la dirección del viento y soportó con paciencia sesiones de teoría y de prevención. Supo que había que evitar espacios aéreos prohibidos y alejar el despegue para no entrar en ellos, pues al piloto le quitarían la licencia si eso ocurriera y aún incurriría en sanciones más severas.


Se preguntaba mi hermano de qué viviría el piloto pues les convencía una y otra vez de la conveniencia de posponer el vuelo por uno u otro motivo, y así fue pasando el verano yendo y viniendo sin conseguir iniciar el ansiado viaje y lo peor de esos intentos fallidos era explicarse ante la gente que ya comenzaba a mirarlo con malicia pensando que era un cobarde, así que un domingo a principios del invierno se encaró con el piloto aerostático y le dijo que con térmicas o sin ellas no estaba dispuesto a prolongar la espera.


Supo entonces que el piloto no tenía prisa pues la propaganda de una bebida conocida que exhibía en el espacio le permitía vivir sin mayores preocupaciones y escoger el momento en el que sus clientes particulares estuvieran mentalmente preparados para poder disfrutar de una experiencia única cuando las condiciones fueran óptimas y los riesgos mínimos. El invierno era la mejor época, pues en un día sin viento se ven los paisajes absolutamente nítidos, sin las brumas veraniegas que desdibujan los contornos.

Por fin llegó el momento. Después de un ascenso majestuoso disfrutaron de un delicioso viaje tranquilo y relajante, sin movimientos bruscos, muy silencioso excepto al elevarse en que soltaba la llama para calentar el aire. No parecían estar a tanta altura ni percibían la velocidad a la que avanzaban y la sensación de flotar no se podía describir. Al aterrizar se pegaron un arrastrón de unos cien metros, pero habían aprendido a sujetarse y a colocar el cuerpo para aminorar el impacto. Fue tan divertido, al tomar también parte en todas las operaciones, que repitieron la experiencia varias veces y hasta se hicieron amigos del piloto aerostático y se tomaban una copa con él en las alturas aunque les molestara un poco mirar sin querer las enormes letras del reclamo publicitario que paseaban por los aires.

16 enero 2007

Spory



No es un nombre raro tratándose de un perro. Era el perro de mis cuñados Linda y Fernando, que vivían en El Puerto de Santa María y trabajaban en Rota. Linda, que es de Nueva York, solía viajar a su querida ciudad un par de veces al año y aunque normalmente dejaban a los animales, un perro y un gato, dentro de su finca y al cuidado de la persona que hacía las labores de limpieza unos días y del jardinero que iba a repasar el césped y los arbustos otros, por alguna circunstancia aquel año tuvieron que dejar a Spory con mi suegra en Algeciras hasta su vuelta.


Coincidió que también nosotros, mi mujer y mis hijos, íbamos a pasar unos días en casa de mi suegra. Y llegamos de viaje cuando apenas se acababan de ir los americanos, así que, tras los saludos correspondientes, nos fuimos a dejar a los niños en casa de sus primos, donde se quedaban todos los años.

Aunque estábamos cansados del largo viaje desde San Sebastián, nos sentíamos tan a gusto junto a la familia que nos recibía siempre con gran afecto. Mi mujer tenía tres hermanas y cuatro hermanos y, excepto uno que vivía en Madrid, los demás, casados, harían que nuestra estancia fuera largamente deseada por todos nosotros durante el resto del año.
Aquella noche telefoneó mi suegra muy asustada porque el perro estaba como loco y nos rogaba que fuéramos a casa lo más pronto posible. Nadie había advertido que Linda y Fernando se dirigían a Spory siempre en inglés y que en su casa tenía un espacio abierto para retozar, por lo que al encerrarlo en un piso y hablarle en otro idioma habían transformado su vida en un infierno y el pobre animal reaccionaba como podía para quejarse de su amarga situación.
Cuando llegamos, me limité a acariciar a Spory diciéndole pequeñas frases cariñosas como “What’s the matter, baby?, Poor little thing!, Pretty dog!, Spory, sweet, love!, Please, come here!, Let’s go out and run! “ Y así, brincando y saltando a mi alrededor, alborozado, lo bajé a la calle para que corriera y luego subimos a casa y se acostó en un cesto grande que le puse en nuestro cuarto. Aquel verano ya no se separaría de mí y cuando salíamos a cualquier parte le daba unas palmaditas y le decía unas palabras amables y nos esperaba hasta que volvíamos para bajarlo a echar unas carreras y ya no incomodaba a mi suegra y nos adivinaba desde que metíamos la llave en la cerradura del portal.

Aquel verano me convencí de la utilidad de mis estudios de idiomas, que habían servido para poder entenderme con un perro.


07 enero 2007

Cuento Sucio


Nos encantaba pasear por Gijón con nuestros nietos cuando no tenían colegio pues venían caminando a nuestro lado charlando animadamente. Laura, Elena y Carlos, los tres mayores, a nuestro alrededor tratando de captar nuestra atención, e Irene, la pequeña, mirando a todas partes en su sillita de la que solía apearse cuando llegábamos al parque o a una zona amplia en la que no hubiera coches. Yo iba contestando a sus numerosas preguntas y al mismo tiempo les iba advirtiendo que tuvieran cuidado con esto o con lo otro, que se subieran a la acera, que mirasen adelante para que no se tropezaran con la gente y que no pisaran los jardines.

Reconozco que demasiadas advertencias para un par de horas de paseo, como si ellos no fueran capaces de hacer por sí mismos todas aquellas cosas que yo les recomendaba con tanta insistencia. Pero es que

como en su casa tenían césped y algunos árboles, apenas comprendían, sobre todo los pequeños, que debían evitar pisar las zonas verdes y trataba de explicarles mientras paseábamos que había dos razones. La primera, porque el Ayuntamiento prohíbe que los niños pisen la hierba. Y la segunda, porque aunque también se prohíbe a los perros, éstos no entienden nada y sus dueños tampoco, con lo que resulta inevitable encontrarse con sorpresas desagradables que los animalitos dejan a su paso.

El caso es que terminado el paseo llegamos por fin a casa y yo subí un instante al baño de la planta de arriba porque el de abajo estaba ocupado y bajé nuevamente al porche por si querían ir a las pistas o nos quedaríamos en la casa, cuando oí la voz desaforada de mi hijo que clamaba: “¿Quién ha sido el idiota que ha pisado mierda y la ha esparcido por toda la escalera?”. Un silencio tenebroso se dejó sentir mientras los niños examinaban las suelas de sus zapatos, que inmediatamente se transformó en alegre alborozo tras comprobar que no habían sido ellos y ante la sospecha de que el oprobio y la vergüenza habría de caer inexorablemente sobre los abuelos. Mi mujer se miraba los zapatos con gesto de repugnancia y a distancia yo había hecho lo propio. Llamé aparte a mi nieto Carlos y le dije en voz baja y en un tono confidencial que yo era el idiota que decía su papá y le dio un ataque de risa que le hizo tenderse en el suelo pataleando. Sus hermanas, sorprendidas, también se reían ahora con cierta conmiseración y mi mujer me miró con desprecio por haber sido tan descuidado y tan torpe, mientras junto a mi nuera y haciendo las dos de tripas corazón se disponía a repasar la escalera. Yo lavaba las suelas de mis zapatos en el grifo que hay junto al garaje mientras maldecía a los dueños de los perros y a mí que siempre miraba por donde pisaba sin haberlo advertido y evitado. Las niñas se reían nerviosas y mi hijo estaba confuso por la rotundidad con la que se había pronunciado momentos antes, mientras su mujer le repetía: “Te has pasado, Carlos. Te has pasado”.

Cuando paseamos por ahí ya no tengo fuerza moral para reprender a mis nietos, que me recomiendan ahora que tenga cuidado y no pise la hierba.