Pequeñas historias, cuentos, anécdotas o relatos para contar a mis nietos. Para: Laura, Elena, Carlos, Irene, Max, Enrique, Javier, Elisa, Fernando y Nicolás.

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04 agosto 2013

Plantas invasoras


    Habían conseguido, estirando el presupuesto, traer a dos eminentes científicos del Departamento de Ecología de la Universidad Complutense y del Laboratorio de Ecofisiología Vegetal de la Universidad Autónoma, para dirigir el estudio de la extinción de la “Cortaderia selloana” -  los populares plumeros – que hace años resultaban decorativos y cualquier aficionado al senderismo los recogía de los caminos y los alojaba en graciosos jarrones que se repartían en varias estancias de la casa.
 
         Me contaba un amigo que cuando fue a pedir la mano de su novia, como se acostumbraba hace muchos años, había un centro de mesa con hermosos plumeros que impidieron mantener una conversación seria, pues debió hacer numerosas contorsiones para entenderse y resultaba imposible ver bien las caras de sus interlocutores.
 
               En la actualidad se consideran plagas, hasta el punto de que en nuestro país se ha prohibido su introducción, posesión, transporte, tráfico y comercio. Sus penachos llegan a un metro de altura y sus tallos a cuatro y aseguran que cada plumero tiene unas cien mil semillas.

 

 
              Había que coordinar medios y personas con la mayor rapidez, pues desde que se decidió traer a estos especialistas ya se estaba cubriendo el campus y era evidente la amenaza de su expansión hasta las mismas puertas del rectorado. Personas indoctas habían luchado sin éxito cortando los tallos y los profesores contemplaban boquiabiertos desde los amplios ventanales la creciente marea que se encrespaba con el viento.
 

                 Escuchados los expertos, las únicas actuaciones para alejar la pesadilla consistirían en la siega, con la aplicación de fertilizantes y herbicidas, y la posterior resiembra de la zona.

01 junio 2013

Todo Incluido

 Es un sistema aplicado con éxito en la industria del ocio, principalmente en la hostelería. Usted se va de vacaciones con su familia a un enclave turístico de clase, paga por adelantado determinados servicios que le permiten no andar todo el tiempo con la cartera en la mano o con la Visa y se despreocupa de todo lo demás, apareciendo en los puntos de consumo como un hombre rico y despreocupado que puede, en cualquier momento, pedir un champagne o un zumo de esos de cuyas copas sobresalen los adornos florales sin más que exhibir una leve pulsera otorgada por el complejo hostelero.

         La oferta, sin embargo, de este método aplicado a otros negocios puede adquirir tintes mucho menos festivos pero no menos sorprendentes.


         Uno de los seguros que conservo desde tiempo inmemorial  es el combinado de decesos y accidentes. Me llamaron hace poco para informarme de ciertas mejoras en los servicios y acudí acompañado de una de mis hijas que, por su condición de enfermera, afronta estos temas con naturalidad y sin aspavientos. Se trataba de entregarme unas tarjetas con ciertas ventajas para asistencias en viajes, asesoramientos jurídicos o tratamientos dentales. Nada de lo que habíamos imaginado. Pero ya que estábamos allí quisimos indagar la situación de mi póliza tantos años mantenida y renovada. Me preocupaba si, llegado el momento, las prestaciones contratadas estarían, sin pasarme ni quedarme corto, dentro de lo aceptable. El empleado, un hombre joven y de fuerte complexión, nos indicó que estaba “todo incluido” y que, por mi fidelidad a la empresa, era merecedor de la categoría superior con toda clase de extras. Contesté que me quedaba muy tranquilo y mi hija soltó: “¡Ay, papá, te van a llevar en carroza!”. Y el  fornido empleado, colorado, soltó una carcajada que relajó su semblante lastimero y profesional. Salimos a la calle riéndonos también pero tranquilos al saber que estaba “todo incluido”.   

15 mayo 2013

Mi abuelo Rodrigo


         La señorita Isabel Ruiz Aparicio estudiaba en un prestigioso colegio de Valladolid. Su hermano Paterniano vivía en el pueblo, en Ampudia (Palencia), y su hermano Teótimo, jesuita, era capellán de la Parroquia de Gubat, en Sorsogon (Filipinas) y, desde lejos, asumía la educación de su hermana y hasta le tenía concertada una próxima boda con un joven empresario de buena apariencia y futuro prometedor. Ella llevaba en su devocionario un retrato del mozo al que se iba acostumbrando a ver.

         Las vacaciones al final de curso torcerían, sin embargo, los propósitos del sacerdote al aceptar su hermana los requiebros de Rodrigo que, adornado con bigote prusiano, buen jardinero y hortelano y recién licenciado del ejército, se disponía a trasladarse a Logroño para trabajar en la fábrica de tabacos, lo que le añadía aún más atractivo ante las chicas casaderas.

         Rodrigo tenía una hermana en Ampudia y su otro hermano, Raimundo, era sacerdote agustino y, como licenciado en filosofía, profesor en los Reales Colegios Alfonso XIII y Universitario de María Cristina, ambos en San Lorenzo del Escorial.

         Teótimo dio al fin su bendición a la elección de Isabel y después de la boda vivieron en Logroño, en la calle del Mercado, “Portalillos” 11, al lado mismo de La Redonda. Ella trabajó de cigarrera y él llegó a ser Portero 1º. Tuvieron tres hijos: Santiago (que fue mecánico conductor de máquinas y se casó con Mary Moreno antes de su traslado a la fábrica de Madrid), Emiliano (que también ingresó en la Compañía Arrendataria de Tabacos y se casó con Angelita Sáenz), y Magdalena, mi madre, que se casó con Jacinto, chófer de la familia Jalón  y que cuando murieron los señores dejó su profesión para ingresar también en la fábrica. Cuando falleció mi abuela Isabel, Rodrigo vivió siempre en nuestra casa y aunque yo era muy pequeño recuerdo las visitas de mi tío Raimundo desde El Escorial y los chuches que siempre me traía.


   Mi abuelo Rodrigo cuidaba también el jardín de la vivienda del jefe de la fábrica en el Castillo Dolores y me trasmitió el conocimiento de las plantas y la emoción por contemplar el cielo en las noches estrelladas en verano. Me relataba los sabores y los paisajes de su amada Tierra de Campos, con aquellos nombres tan evocadores como Osorno, Villamuriel, Ampudia, Frómista y sus aromas de orégano.

     Siento que no viera a los nietos que siguieron su tradición tabaquera, como Angelines y su marido Juan Manuel, o Miguel-Angel que fue consejero laboral, o yo mismo, interventor, o que su biznieto Carlos sería director en la fábrica de un lugar tan lejano donde también vivió su cuñado Teótimo hasta su muerte violenta en las revueltas de los tagalos.




06 marzo 2013

Cambio de identidad



       Cuando me jubilé caí en la cuenta de que no era nadie. No es que antes hubiera sido alguien importante pero durante años había trabajado como interventor o jefe de administración y control presupuestario o, como se dice ahora, controller.


         Los empleados de banca jubilados eran muy apreciados en las comunidades de vecinos y  se valoraba su disposición a administrar los bienes de los demás. Los ingenieros y los arquitectos eran asimismo bien recibidos pues, en las futuras obras de mantenimiento y reparaciones indudables que sufrirían los edificios gozarían de la estima generalizada por sus sabias y ponderadas opiniones y aportaciones técnicas. Incluso los comerciantes y los profesores por su garantía como  personas asentadas y probas que darían atractivo a futuros compradores de las viviendas. Pero cualquiera desconfiaría de un individuo cuya misión laboral no se entendía bien y que, además, la hubiera ejercido en la industria del tabaco.


         Mis amigos jubilados seguirían siendo veterinarios o  transportistas o maestros  pero yo no era nada, absolutamente nada. Y no podría resistirme a ser un paseante anónimo, inspector virtual de las obras municipales; transeúnte sin destino, ensimismado y disminuido, con la autoestima por los suelos. Tendría que aventurarme en un cambio radical, en un proyecto ilusionante que me mantuviera ocupado y jovial. Y durante varios días fui evocando mis antiguas disposiciones frustradas por los planes contables. Recordé que de joven destacaba en las clases de dibujo y poseía destreza para captar parecidos. Compraría pinceles y colores y aprendería a preparar bastidores y lienzos. No necesitaría vivir de ello. Disfrutaría de total libertad y podría olvidar así mi antigua vida profesional estéril.



Estaba decidido. Sería pintor. Pintor por encargo. Retrataría a toda la familia y colmaría de actividad creativa ese futuro imperfecto y la vida me sonreiría. Disfrutaría reproduciendo plátanos y naranjas, ciruelas y cerezas. Ejecutaría refrescantes marinas y cielos encendidos y dedicaría la mayor parte de mi tiempo a los retratos cambiantes de mis nietos.

         Encargaría unos tarjetones que dijeran más o menos: