La figura del lector ha
tenido una relevancia importante en las antiguas fábricas tabaqueras de Cuba en
las que, todos los días, lee a sus compañeros torcedores la prensa diaria y
algunas obras literarias. Aparte de una voz clara y correcta pronunciación
debería ser culto para interpretar las lecturas y poder responder al final a
las preguntas y dudas que le fueran formuladas. Este fenómeno, que logró elevar
el nivel cultural de los tabaqueros aunque también sirvió para adoctrinarlos,
no se ha prodigado en otras industrias.
Por lo general, soportamos a lectores corrientes con
voces campanudas y monocordes que hacen inexpresivos los textos que pretenden
transmitir, sea en el recogimiento de la iglesia o en otras actividades. Y es
que los malos lectores, que abundan, se ofrecen gustosos para torturarnos
mientras que otros, con hermosas voces y que han leído mucho en la intimidad,
se frustran por la timidez.
Y es que cuando una voz clara y bien timbrada nos libera
del amodorramiento potenciando lo escrito y haciéndolo fluido y atrayente nos
invade una profunda emoción.
Asistía yo hace años a una Misa en un pequeño templo y me
debatía entre el aturdimiento generalizado y los esfuerzos por evitar las
cabezadas cuando miré sin interés a una señora mayor que se dirigía a su puesto
de lectora. En la penumbra de la iglesia todo se iluminó de repente al escuchar
con una voz melodiosa la lectura de la carta de San Pablo a los Corintios 13,
1-13. Retumbaban suavemente las palabras que lograban atraer toda la atención
de los fieles. “…El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no
hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés,
no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra de la
injusticia, sino que se regocija con la verdad…”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario