
Visitaba en París los jardines de Versalles cuando entre la gente que iba y venía reparé en una señora mayor muy bien vestida, sentada en un banco, ante un letrero a sus pies que me desconcertó: “Deseo conversación”. Sentí no hablar el idioma con fluidez para haber podido entrar en una charla cortés e inteligente y poder colmar el sencillo deseo de aquella dama.
Paseando en Walldorf por los
alrededores de la Astorhaus solía ver a una señora alta que venía en bicicleta. Cuando llegaba a la amplia loma de césped se paraba junto a un banco y sacaba de la cestilla delantera una tortuga que depositaba sobre la hierba. Inmediatamente, todos los niños pequeños que estaban acompañados de sus mamás se acercaban a la tortuga, la tocaban, la observaban andar o cambiar de rumbo cuando otros niños interrumpían su marcha arrodillándose frente a ella, y todos preguntaban cosas a las que la dueña contestaba con paciencia infinita. Que qué comía, que si dormía, etc. Cuando comenzaba a refrescar al atardecer, despedía a los niños que iban siendo recuperados por sus mamás, recogía su tortuga, la metía en la cestilla y se alejaba pedaleando despacio con la cara resplandeciente.

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