Pienso que no dormía bien, ya que madrugaba tanto que se mezclaba con los dueños de los perros, que esperaban con paciencia a que hicieran sus deposiciones en la hierba del parque que hay frente a la casa. Sí, había un letrero que decía “Perros no”, pero a nadie le importaba. Quizás tuvo perros en una anterior residencia, pues charlaba con ellos y se interesaba por los animales.
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Me había tropezado con él en el ascensor en varias ocasiones y había contestado a mi saludo con alguna palabra amable pero estridente, desentonada y poco inteligible, unida a una sonrisa al comentar el frío que hacía o el viento tan molesto. Pero luego, en la calle, me miraba sin conocerme y pasaba a mi lado meneando la cabeza.
Al fin pude explicarme sus paseos y vigilias. Desde muy temprano había aparecido llevando de la mano una de esas correas modernas extensibles que terminan en un perro, pero su distinguida esposa le había hecho un flaco favor. Si me hubiera pedido mi opinión le habría recomendado un perro grande, elegante, tal vez un galgo o un afgano, que armonizara con la estatura elevada de su amo. Pero le había confiado un perro diminuto, faldero, que formaba con su dueño una estampa ridícula, que se le meterá casi siempre entre sus pasos inseguros y será causa de caídas y convertirá sus paseos en una odiosa aventura. La altiva dama del poncho no podría haber mostrado mejor su desprecio por el viejo zangón.